Pasión Creadora

Capítulo VIII

1 –

Por este lado vamos a encontrar un pensamiento triste… Pero, ¿Cuáles son los secretos de la difícil mesura en la gran fragua humana del Frufrú?. Pues, que todos son normales y normales sus funciones. Razonable la selección de la clientela. Se mueren de miedo que se les cuele un loco o un desquiciado mental y sexual en el baile anual tan sumamente bien preparado y que les recauda cada año fama a granel y plata, el baile de disfraces.

¿Porqué le dicen a Enrique Buitrago, “el brujo”?. Ese es otro cantar. Le dicen así por varias razones. Una de ellas, cliente nuevo o ya conocido que entra a su establecimiento, no sale aburrido, sino ebrio de una rara y callada felicidad. Sospechosa felicidad desde luego, pero, sin necesidad de yerbas ni de polvos carísimos. “Todos contentísimo de la vida”, eso dice la disimuladita propaganda por canje en las emisoras locales. El clienta se va de madrugada, nunca borracho y torpe, sino despierto y con crecidos afanes de repetir la proeza lo más pronto posible. Repetir el amable experimento que, como cosa extraña, siempre queda en los sentidos algo más que simples ganas.

Mujeres escasas, eso sí, y a veces esquivas, pero hermosas, frescas y jugosas; juegos donde con frecuencia se gana o se cree que se gana; baile donde todo el que se lanza a la pista se siente el mejor danzarín del pueblo, el más joven, el más hermoso de la fiesta. ¡Brujerías de Buitrago!. Inventivas de Buitrago. Trucos, genialidades y señuelos mundanos, aprendidos no se sabe exactamente dónde. ¿Dónde y cómo?.

Miguel Saldarriaga, un hombre superior en su campo y en su medio, administra con inteligencia, originalidad y novedosa simpatía las pistas de baile. Parece que no tuviera necesidad de ese trabajo, sino que lo hiciera por curiosidad y diversión, para tener tema de risa cuando está solo. Pues que Saldarriaga, no vive de lo de allí, sino de lo de allá. Tiene su propio negocio, su sestiadero donde van los intelectuales, con los cuales conversa e ironiza, y se informan de las novedades del Frufrú. Blanco y redondo el rostro que ríe, atlética la presencia del hombre clave que, mientras fuma le sustrae a las espirales del humo, inesperados e ingeniosos detalles para la programación en el Tango-Bar. Exitosos en la pista exclusiva para el baile porteño, esos juguetitos tan viejos pero siempre tan nuevos de sus estrellatos.

 2 –

Buenísimo el Frufrú, uno de los sitios cuyo nombre es el más citado y más comentado en voz baja, por estos tiempos candorosos, gracias sea para el negocio; comentarios callejeros tocados de sombría imaginación plañidera. Sin embargo, lo que allí ofrecen y hacen, genera con su notición montañas de hilaridades en la gente joven. Y cierta hartura secreta, con sutil curiosidad muy clandestina, en aquellos, cuyo fuego central se está apagando por momentos. Su prestigio, va más allá del Alto del Nudo y del Morro de Canceles. El administrador general, el maestro de la cosa práctica es un pastuso de luengos años, el señor Buchelli, que se las sabe todas. “Nada de lo humano me es extraño”, dice el viejorro, recordando sin saberlo, al celestinesco filósofo latino. Y tantos que en la ruda realidad saben de tango, pasan por estos predios del Tango-Bar y por sus espacios, y son atendidos como príncipes. Mundanos melancólicos con probada maestría en el asunto de las lágrimas y de la desolación metafísica. Los que lo tocan, los que lo cantan, los que lo bailan. El tanguismo, esa fiebre decadente, esa enfermedad medio vergonzante del tango bohemio que, hace rato, desde la muerte trágica de Gardel, se viene apoderando en secreto de la multitud sentimental.

Este morbo letal del tango, aquí se estimula y contagia, sin lugar a vacuna, sin ningún miramiento en este inconfundible Tango Bar. En su fastuosa coreografía para el nocturno, pista y coliseo como de ochenta metros cuadrados, todo un piso dedicado sólo al cultivo, difusión, rodaje y práctica del drama de la canción porteña, con gigantesco retrato mural del “Zorzal criollo” en el fondo de la pista con guitarra y todo, pintado por el artista bohemio Leonardo Chalarca. Retrato en realidad con facciones más parecidas a las de Edwin Mazuera Lemus, un comerciante local que pagó con generosidad los costos de la obra, a fin de financiar de por vida, por el resto de la vida, la embriaguez de Chalarca.

Tan parecido el tal retrato a Edwin que, con frecuencia se da el caso de que alguien que lo conoce bien físicamente, llega a la pista tanguera del Frufrú, mira en el muro el inmenso rostro gardeliano y exclama: !Y Edwin Mazuera que hace aquí, todo retratado con guitarra y sombrero!

 3 –

El tango, “un pensamiento triste que se baila”. En esta noche tanguista en el Frufrú, se pueden ver contonearse y casi volar con sus faldas abiertas, a muchas mujeres hermosas, no muy jóvenes, con un tris de exotismo en el semblante y elegancia desolada en los trajes. Bailan con morochos que lucen sombreros coquetos y vestimenta de ante. Y allí mismo, es posible descubrir señorones conocidos de bien peinada cabellera negra sospechosa y teñida; otros luciendo con desgaire sus cabellos grises y, la mayoría, sus cabelleras agresivamente blancas y alborotadas bajo el sombrero alón. Señores medio calvos allí, yerma la cabeza y sin ningún complejo a la vista, más bien exhibicionistas, desenfadados y agresivos en la templada pesadez de sus giros, quitándose el sombrero para saludar dentro de la audiencia a los cotáneos medio conocidos. Esto ocurre, exacto cuando en otras

pistas retumba el mambo de Pérez Prado, la música caribe, o las cadencias de un bolero para enamorar, de una ranchera clamorosa del amor impositivo. “No me amenaces….”

La gente joven, nada de nadar como esa otra gente de antes. Ninguno de estos muchachos “se muere de amor en sus rodillas”. Se van al grano y solucionan el problema rapidito y de una vez. En tanto, que esto ocurre por los territorios de la insurgencia juvenil, manejada con gran dominio y sentido de la actualidad por Miguel Saldarriaga, mientras esto tiene buen suceso allí, allá por el templete de los tanguistas viejos con nostalgias juveniles, se escucha el melancólico son de “La Cumparsita”, de “El Choclo”, de las “Quejas de un Bandoneón”, o de “Mi amigo Cholo”, una patialegre letra expresidiaria.

El propietario y colaboradores del Tango Bar, saben que el tango es la sincera y espontánea expresión de los resentimientos de la edad que pasa, que a pasado ya y algo ha quedado con carga de energías no derrochadas en la juventud por timidez, por razones de limitaciones diversas. Un problema encantador, que puede tener mucho que ver en su génesis con la nostalgia de los gauchos, con las penas de don Segundo Sombra o con la alforja adolorida y vacía, tan llevada y traída de los inmigrantes de todas partes. Universo dramático, medio fundido en una ecuación confusa de ceremonia sentimental y de real desolación.

Esquemas taciturnos que se complican en los silencios de la soltería y en las noches de abandono. Quejas medio tontas que afloran con insistencia en las zonas marginales del recuerdo, de los recuerdos de amores más ficticios que reales. Cadencias, sones de acordeón, de bandoneones, de violines, de taconeos lejanos en los amaneceres con garúa. Una ingenua explosión de sentimentalismo, de sentimentalismo un tanto irracional y sórdido, pero productivo eso si para terceros que si saben de negocios. Un mundo dolorosamente vivo, allá en el fondo misterioso de una real o imaginaria soledad espiritual y sentimental. Un a manera de memorial de agravios metafísicos que no soluciona nada, que más bien ahonda los daños en lo que éstos daños puedan tener de dolorida realidad.

4 –

En tanto que todo esto sucede y, por supuesto la culpa fue de ese maldito tango, en las otras pistas de baile la movida es a otro precio. La gente joven se agita dentro del embrujo de la música caribe, del baile caliente y gimnástico, ese sí ritmo sensual y dinámico, donde pueden ocurrir sorpresivas emisiones de sobrantes vitales mientras las parejas van por los aires.

A la sazón, los viejos tanguistas no quieren saber nada al respecto de la modernidad. Mucho menos de la postmodernidad. Se aferran y desdoblan dentro de una melodía que abre más las heridas, que insiste en que sigan abiertas y sangrantes. Esto, mientras el mundo exterior se aleja y el hombre y la mujer del tango, se hacen más agresivos contra el tiempo presente. Y el coito no se realiza nunca, o cuando al fin de alguna manera se va a realizar, un ratón se hace sentir por entre las cobijas y todo concluye en simple “coitus interruptus”.

Ese señor tan conocido, don Julio Mafud, ahí va por la Calle Corrientes, sin escolta y no está muy seguro respecto a su seguridad y sostenida integridad personal. Pero, nada que se arrepiente de esto que ha dicho: El hombre de tango está siempre en hostilidad contra el mundo presente. Su tiempo es el tiempo viejo; el tiempo infantil ya ido. En cada tango hay un sentido regresivo, un querer volver. Hay un arrepentimiento para el mundo dejado atrás: la infancia, la familia, el barrio.

* * *

En consecuencia, insistir es tontería. Cualquier intento para ajustar al tanguista a la realidad y al mundo circundante, provoca la repetición de explosiones de rebeldía y de resentimientos. El Frufrú hace un intento fantasioso por enriquecer con formas nuevas este mundo, el mundo del tango, pero lo único que logra es que el ambiente de ese mundo siga siendo el mismo, exacto el vaivén y añeja la fragancia. Personajes, sin ningún cambio en la línea desnivelada del corbatín, ni del peinado, ni del estilo del sombrero, ni del satín de la falda abierta como una flor de cartucho negro. Y, lo que es más sorprendente, el aumento inusitado de los tanguistas y de los simpatizantes hasta en la gente joven. Quizá mamagallismo quintaesenciado. Pero, se mantiene la insistencia en la angustia.

La humanidad tanguera se resiste a ser consolada. Allí está el sesentón, que vive inútilmente arrepentido de su soledad; a cuestas dos matrimonios deshechos por bobadas. Y aún puede representar en el tinglado del pueblo, el drama de su irredento pesonaje, el solterón envuelto en el tenebroso crespón de cretona centenaria.

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