Pasión Creadora

CAPITULO CINCO. Y esa sensualidad de las frutas maduras.

CAPITULO CINCO

Y esa sensualidad de las frutas maduras.- El madroño y sus frutos de rica pulpa.- El anón y el prodigio de sus cosechas.- El churimo que pasa inadvertido.- El caimo y sus caimas.- El aroma delator de la piña madura.- El granado y su aristocracia.- El aguacate viejo como gallinero.- Las simpatías domingueras por el guayabo agrio, la mata de mora y el pepino dulce.- Caída de guanábanas al amanecer.- Ricura de las granadillas y las badeas.- La ahuyama monumental.- La abundancia de huevos de la gallina que “pone en el monte”.

 

1 –

Muy cerca de la casa y de los naranjos estaba el madroño, Rhedia madruño. Sin la más leve nube de competidores, puede ser el dueño de sus cosechas. Ningún aspirante fuerte me podía asediar, porque yo vivía en lo que viviá, siempre pensando en los árboles, en sus frutos y en sus cosechas. En buscar y encontrar las frutas mejores, las más sazonadas y jugosas.

 

Los frutos del madroño con su rica pulpa, blanca y dulce. Yo, con natural y no aprendida habilidad, levantaba sus ramas, sus recios masos de hojas, y allí estaban ocultas las frutas de áspera cáscara dorada. Las más doradas eran las más suaves. Por dentro, motas delicadas y ricas en miel.

 

Frutas bien maduras, que el árbol como que las escondía con secreta astucia. Sólo las semillas alimentadas hasta el final con el contenido total de su pulpa, eran las únicas que germinaban y resistían las inclemencias del tiempo y los malos tratos de los vecinos y paseantes, lo que no era óbice para poder crecer y vivir.

 

Por ese mismo lado de la casa, erigía su gloria un árbol que nunca he vuelto a ver, el anón. Unas frutas más grandes que una chirimoya y más pequeñas que una guanábana. Este másculo árbol entregaba cada año su abundante cosecha. Cosecha de tales proporciones, que sus brazos se rompían por la gran carga de frutos de buen peso y de un sabor al madurar, aún más delicado y rico, que el de su prima la chirimoya, siendo esta la que decía el maestro Humboldt que “sólo por comerla se debía visitar al Nuevo Mundo”.

 

Otro árbol frutal, cuyas cosechas pasaban gratamente desapercibidas, era el churimo. Su fruto como una pequeña y sofisticada guama. El árbol vivía muy a su gusto y muy a sus anchas en los cafetales, dueño de un frondaje fresco y abundante. Pero, yo si sabía de las churimas y de sus delicados y agradables jugos en delicado embase miniatura.

 

Muy cerca de los churimos estaba un árbol bien alto cuando adulto, hasta de quince metros o más, el caimo, primo del níspero y del zapote. Sus frutos morados cuando están maduros, son del tamaño de una manzana, pero su consistencia como de la ciruela claudia; pulpa de color rosado y abundante jugo como leche agradablemente melosa. Yo me comía todas las caimas que podía alcanzar, con peligro de quedarme con la boca definitivamente sellada por la mucha resina, muy pegajosa, del rico pericarpio. Subir a éste árbol en busca de las caimas maduras, fue para mi un deporte de verdaderos machos.

 

2 –

Desde el patio principal de la casa a lo largo de unos trescientos metros, hasta muy cerca a los tanques y el ariete de nuestro acueducto, de la finca Lamapola, hacían gran cerco alinderal grupos de matas de piña tendidas hacia abajo, con su metro y medio o más de ancho. Yo madrugaba los domingos, que era el día de más cuidado con la voracidad de trabajadores y vecinos. Y, siguiendo la pista del aroma por todas partes esparcido por la piña madura, fragancia bien concentradita de la piña en plena sazón, entonces, capturaba mis piñas para la semana, antes que me salieran adelante otros, como los marsupiales, o Abel y Rafael Marín.

 

Y ¿Como esconden sus frutos, las muy ricas sorosis, estas Ananas? Los envuelven y ocultan entre sus largas y turgentes hojas como espadones. Astucia de la naturaleza que, desde luego, la deshace en un instante el aroma delator de las piñas ya maduras.

 

Al pie del bebedero de los becerros y de las vacas de ordeño, se levantaba el granado, sin afanes de rango social, porque lo tiene de por sí y de familia. Un árbol de pequeñas hojas brillantes y onduladas; de flores vívamente rojas el aristocrático granado. Su fruto, un portento de belleza escarlata, que se abre cuando ha madurado; enseña la maravilla de su pulpa y de sus granos coralinos y, remata en lo alto con una corona real, “de donde parece que los reyes tomaron la forma de la suya”, según el bello apunte literario de Fray Luis de Granada.

 

3 –

El gran árbol de aguacate en el corral de los terneros, servía de gallinero. Las aves subían por una larga guadua tendida de abajo hacia arriba. Arriba se apoyaba en un fuerte brazo del árbol, guadua con muchas pequeñas cortadas horizontales en la parte de encima, hechas con alguna herramiena de buen filo, para que las gallinas pudieran sostenerse, no resvalar o caerse, cuando están en la faena de subir o bajar. Cuando descienden muy nerviosas, si ven al gallo todo lujurioso abajo, al pie de la guadua a las seis de la mañana, esperándolas antes que el sol penetre invasor por todos los sitios y ramajes.

 

La parte inferior del tronco del aguacate viejo, lucía envuelta con una brillante lata metálica como de metro, para que la chucha y otros enemigos de las gallinas, no pudieran subir al árbol a interrumpirles el sueño.

 

Y el guayabo agrio que con solo uno mirarlo “se le llena la boca de agua”, estaba en el patio, detrás de la cocina. Tenía muchos enemigos, acaso sería mejor decir que amigos, porque no le duraban las guayabas, ya que de pintonas raras veces pasaban a maduras.

 

La mora de Castilla era muy vecina del pepino dulce, pero, guardando prudente distancia. El pepino dulce mostraba frutos verdes, pintones y maduros. Sus pepónides alargados de atractivo color caratejo. Muy maduros no eran de mi complacencia, pero sí los pintones. Tan jugoso y tan agradable el pepino, tan de familia pacífica y buena, como el melón su primo millonario.

 

4 –

Presente en mi y en todo momento el inmenso guanábano, Anóna muricáta, que moraba y elevaba su desgarbada majestad a pocos metros de mi dormitorio. Escaso de hojas y muchas flores y frutas de todos los tamaños, flores y frutas hasta en el propio musgoso tallo. Sus grandes guanábanas, ya maduras, se solían caer al amanecer, golpe extraño de cosa viva al dar contra el suelo. De inmediato se esparcía por todas partes, el perfume de los jugos derramados. El agradable perfume del guanábano siempre estaba en el fruto maduro, nunca en el verde de sus hojas, menos en la flor cuyo aroma, que no es tal, puede desterrar con su hedor al duende más empecinado.

 

Inolvidables por sus particularidades de raras y hermosas flores y redondas hojas, tres pasifloras amigas, que hacían nuestras delicias. El granadillo de Castilla, discreto e invasor bejuco trepador por sobre los guamos y sombríos de los cafetales. Gran animación nos traía el hecho, cuando al mirarlas enfrentadas al sol, descubriamos cantidades de granadillas maduras y luminosas como lámparas; sus cortezas de un amarillo brillante y pecoso, que alcanzábamos con la ayuda de una larga vara de guadua, con su extremo en punta doble.

 

Las granadillas en el suelo, puestas casi en la mano, eran como los huevos de la felicidad y de la abundancia. La dicha de estar vivos y activos, y poder devorar con ansia el contenido delicioso de un fruto, en la pura realidad, una generosa bendición del Creador. Y la badea, otra pasiflora, su abultado fruto maduro, lo podía descubrir por el perfume delatorio, grandes bayas colgantes y pacíficas en aquellas fértiles enredaderas con redondas hojas de vivo verdor. La badea madura para el sorbete de los domingos. Enredaderas bien montadas sobre andamios cerca al dormitorio de los perros, donde no era fácil el arribo de la zariguella. Yo siempre llegaba primero al atardecer, armado de cuchara y con un extraño apetito sensual y animal.

 

5 –

Finalmente, la granadilla de monte o granadilla de piedra, Passiflora malifórmis, deliciosas granadillas redondas de un color verde claro y cáscara dura; rico banquete en el monte, donde nunca fue necesario llevar cuchara, sino tener a mano una buena piedra o cercano el tronco macizo de un árbol.

 

Y considerábamos una verdadera proeza, tan importante como el descubrimiento de América, aparecernos a la cocina con una inmensa ahuyama, Cucúrbita máxima, el fruto más grande del mundo, topada, con otras más, en algún oasis de la sementera vieja, donde llegaban las carretadas de la cereza del café despulpado, para ponerlas a secar con destino al mejor y más rendidor abono orgánico.

 

Y tan celebrado por todos como si se tratara del hallazgo de un tesoro indígena, llegar a la casa con quince huevos muy rosaditos, algunos manchados por la humedad, encontrados en un nido en las propias raíces superficiales de las matas del platano hartón. Los bolsillos y el sombrero llenos de huevos, pertenecientes sino a la gallina carioca, si a las muy discretas pollas coloradas de primera postura, y de las cuales, ya era vox populi: “están poniendo en el monte”

 

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