Pasión Creadora

CAPITULO VEINTE. Y la presencia de la prueba más difícil.

CAPITULO VEINTE

Y la presencia de la prueba más difícil.- Agonía y muerte de mi padre.- Sus Funerales.- Yo, de campesino a hombre de la ciudad.- Cómo se siente la ausencia del padre y jefe del hogar.-En las lindes de una vida distinta y dura.- Nuevos itinerarios e inesperadas preocupaciones.

1 –

Sólo me hacía falta un poco más de cuatro meses para cumplir los diez y seis años, cuando murió mi padre. Su agonía fue breve a la edad de 58 años. Una vida bien vivida al calor y al amor de una mujer inteligente y de unos hijos dóciles, que el amó y, que en todo momento, quiso defender de los peligros del medio y del mundo.

 

Aquella noche de su muerte, mi madre no se apartaba del pie del lecho, como haciéndole notar que no estaba solo en ese trance. Ella, le mantenía asida una de sus manos y con frecuencia le pasaba un clavel mojado sobre sus labios.

 

Mi madre, lúcida y serena, le ayudó a levantar su mano derecha para que bendijera a los hijos menores que permanecíamos allí, muy cerca del lecho.

 

Yo, sin embargo al principio de esa noche, estuve unos instantes ausente, encerrado en algún lugar, pidiéndole a Dios, de todo corazón y en forma dramática, que no dejara morir a mi padre.

 

Al otro día por la tarde se realizaron los funerales. La Banda de Música del Colegio Oficial y un grupo de profesores y de alumnos, condiscípulos míos, nos acompañaron al templo de la Iglesia de la Valvanera. Estuvieron con nosotros hasta el instante de sepultarlo en su cripta del panteón familiar en San Camilo.

 

Allí, la Banda estudiantil tocó lo que se acostumbra en esos momentos. Dura y sentida armonía, que me conmovió hasta lo más hondo de mi sensibilidad de hombre de escasos diez y seis años, enfrentado a una dura realidad y a la prueba más difícil de todo lo corrido de mi vida.

 

Al regreso a casa y durante muchos días, seguí escuchando como una tremenda obsesión ese toque de corneta de mis compañeros de colegio, cuando el ataud de mi padre era empujado al fondo de su bóveda.

 

2 –

En realidad, para mi madre y para todos nosotros, aquella finca nuestra, Lamapola, sus actividades se nos ocurría, que no tenían ya sentido sin la presencia y la energía de Pedro Antonio, el esposo y padre, del empresario y atento supervisor de todas nuestras tareas.

 

Como consecuencia de ello, nuestra madre, que asumía ahora todas las responsabilidades, dispuso de inmediato que nos marcháramos a vivir a Pereira en una casa que teniamos allí y que estaba desocupada, como esperándonos.

 

A los tres meses de muerto mi padre ya estábamos residiendo en Pereira. Una casa en la cual cada quien tenía su cuarto y, en ese cuarto, todo lo que le pertenecía o que creía pertenecerle a cada uno, como muebles, ropa, libros etc.

 

Para mí, personalmente, la muerte de mi padre y el viaje a vivir a Pereria, era el fin de una etapa, la más importante de mi existencia. De una etapa muy distinta a esta que ya se iniciaba de manera presurosa y con pautas y espectativas sorpresivas e improvisadas, en su esencia, diferentes a un período de mi vivir y sentir, que allí finalizaba dramátocamente.

 

3 –

Yo era en realidad un joven campesino que amaba la Naturaleza y se me había inducido, sin restricciones, a saberla disfrutar con plenitud. Sin pensar en otra cosa, cuando estaba frente a ella. Y, mientras veía y oía a mi padre disponiendo actividades en la finca, me sentía, sin darme cuenta exactamente, por qué; seguro y confiado de mi mismo y de todo el entorno.

 

Dentro de los imperativos de una hosca realidad, tenía ya plena conciencia de lo que nos había pasado.  De lo que me había ocurrido concretamente a mi. Sólo, ahora, entendía en su totalidad, lo que no había entendido antes. Además y dentro de las nuevas realidades, para mí era imposible vivir este nuevo presente, sin arrastrar las nostalgias del cercano ayer, sin pensar en las incógnitas del mañana.

 

4 –

En tanto que mi padre vivió, nada nos hizo falta. Nunca tuvimos conciencia que podía ser aquello de que nos pudiera faltar algo. Nunca sentimos que mucho poco esencial o siquiera supérfluo, nos faltara. Pero, de todo ello, sólo nos pudimos percatar, después de su muerte.

 

Mientras mi padre vivió, él se hacía sentir. Tomaba decisiones, daba órdenes aquí y disponía asuntos allá. Y nunca nos dábamos cuenta del ambiente de seguridad y  certidumbre, que esa conducta generaba para todos nosotros. Tampoco nos dábamos cuenta del tranquilo discurrir que reinaba por todas partes.  Del ambiente oxigenado que, inconcientemente, todos respirábamos y disfrutábamos.

 

Era el imperio del orden y de las precisiones en los acaeceres de la vida familiar, que mi padre, sin decirlo y sin hacer alardes le imprimía a todo su desvelado trabajo. Todo se hacía para producir efectos positivos. Esto sin anunciarse y sin darlo a comprender previamente. Todo llegaba, todo aparecía, todo se hacía en torno nuestro y a nuestro favor, sin que nosotros nos diéramos cuenta.

 

Ahora, si le encontraba sentido a aquella apretada estrofa de José Eusebio Caro, aprendida en las clases de español del profesor Pedro Pablo Pérez Mejía:

               Mientras tenemos despreciamos,
               sentimos después de perder;
               entonces aquel bien lloramos,
               que se fue para no volver.

5 –

En estas circunstancias, fue para mi una obsesión realmente dolorosa, la idea de enfrentar una vida totalmente distinta a la que había llevado hasta la frontera de mis diez y seis años. Inquietos fantasmas día y noche me acompañaron después. Allá, entre las cuatro paredes de mi cuarto, como habitante ya de una ciudad. De una ciudad que yo desconocía en su cruel pragmatismo y asoladora dinámica; y que ella me desconocía. Que me hacía sentir la evidencia de su rechazo, quizá por mi sensibilidad campesina, por mi comportamiento elemental de gente llegada del campo, que había nacido allá, que apenas sabía  mirar y comprender a su manera, como simple espectador desprevenido.

Ciegas y múltiples premoniciones me alejaban sin remedio de un sosegado sueño. De una vigilia tranquila y productiva. Y ya no aparecía tan remoto ese presentimiento latente de otro universo que se me venía encima. De otras preocupaciones y de otros itinerarios vitales. Ineludibles enfrentamientos en la liza de un nuevo estadio, donde las sorpresas del diario existir pondrían a prueba, con desacostumbrada agresividad, mi fortaleza, mi capacidad  espiritual y la ausente ayuda de un amigo verdadero.

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