A Héctor Nicolás
1
Vamos a empezar por el fin. Cuando “Caramelo” no quiso vivir más, o simplemente la ya provecta edad, el agobio de los años viejos, le empezaron a apagar definitivamente los últimos circuitos de su red vital, ese día no se quiso mover de su segura y calurosa guarida, no obstante el brillo de un esquivo sol de Mayo a lo largo de esa su última jornada, sin angustioso conteo de horas.
Por la tarde, la lluvia se vino a torrentes y se desplomó sobre el patio y el jardín, con alegre y pertinaz insistencia. Pero, nuestra sorpresa fue grande cuando, desde un balcón interior, descubrimos a “Caramelo” en el extremo del patio caminando despacito en círculos concéntricos, bajo una lluvia muy copiosa, para él posiblemente inexplicable. Giraba el pobre como un autómata ensopado, haciendo pensar que había perdido el sentido de la orientación. Que no lograba ubicar la dirección de su querido escondite-dormitorio, a el cada vez más apegado, a medida que avanzaba la pelambre blanca por el croquis de su hocico y sobre la mansedumbre vegetal de su cabeza, muy semejante a una pera bien conformada. Hablo en plural por mi, por “Caramelo” mismo y por la multitud de flores que contemplaron en los últimos meses la extraña, pero mesurada conducta de ese, ya a la postre, como tan lejano y un poco tristón, acompañante.
2
“Caramelo” había perdido, uno a uno, casi todos los dientes, detalle que el se esmeraba por disimular, por no ser descubierto muy fácil por los criticones y comentaristas. Por esa razón, ya había dejado el acostumbrado amago de agresión cuando estaba bravo, que eran las menos de las veces, y cuando podía cómicamente amenazar emitiendo sonidos de guerra y mostrado la fila perfecta de sus incisivos, caninos y molares. Eso ocurría por allá en su ansiosa, pero nunca desorientada juventud.
Como a los doce años que equivalen a ochenta en un hombre, “Caramelo” empezó a perder la vista y el oído y al cabo de pocos meses ya no le quedaba intacto, sino el sentido del olfato. Ya se tropezaba con las cosas, lo que para él era muy penoso y humillante. Para llegar al patio hay dos puertas, una occidental y otra al sur. Con frecuencia husmeaba por debajo de una de estas puertas cuando sentía alguna persona que se acercaba. Y si estaba en la puerta del sur y el cristiano ese se acercaba por la puerta de occidente, “Caramelo” redoblaba casi ruidosamente su husmeo en la puerta del sur. Y uno se podía entrar por la puerta de occidente y él seguía husmeando cada vez con más insistencia a ras de suelo en la rendija baja de la puerta del sur, sin darse cuenta ni percibir por el oído y la vista que el visitante ya se había entrado al patio. Sólo que sentía su olor en crecendo, pero no acataba en qué dirección.
3
Desde muy joven acostumbraba entrar a la sala a saludar, cuando llegaban Francisco Javier, o el profesor Balmes o María Cristina, o Alba Helena o Carolina, o alguien de la casa que hacía horas o días que había salido como cuando Melva llegaba de la finca. Para ese momento armaba un verdadero escándalo en el patio cuando no le abrían de inmediato la puerta. Y qué saludos tan efusivos con el muñón del rabillo, los ojos, orejas y manos y hasta con beso. Cuando la persona era de extrema confianza como el profesor Balmes y, cuando había éste tomado asiento en la sala o frente al televisor, se le encaramaba hasta la altura de las rodillas; cuando no, y era de la casa, se satisfacía con echarse sobre los zapatos, se contentaba con el calor y olor de los pies de sus amigos. No era, ni mucho menos, muy exigente. Con Pedro Hernán y Juan Carlos tenía una tensa amistad, porque a veces no comprendía algunas frases que particularmente Juan C. le decía con tono aparentemente desdeñoso. De todas maneras, los escuchaba con suma atención y, cuando consideraba prudente, en silencio y con mucho respeto, se regresaba a su escondite, como a meditar.
Cuando en la cocina empezaban a freír algo, armaba tal algazara que era necesario abrirle la puerta para que entrara, pues, consideraba que siempre que estaban aderezando carne, esa era precisamente la comida para él y se estaba allí, echando ojo y sumamente atento a los movimientos de la operaria u operario, hasta que se le invitaba a su comedor en el patio. Cuando alguien lo miraba muy atento y seguido, el se ponía en guardia un momento o se refugiaba en su escondite, porque creía que algo malo se estaba tramando contra él, un baño por ejemplo, o cualquiera otra patanada. Y cuando estaba joven y alguien tomaba su correa-cabezal, se ponía en un grado extremo de tensión y de jubilosa dicha, porque eso era señal de paseo, de una vuelta con María Cristina al rededor de la manzana del colegio.
4
No había lugar de la casa que no conociera. Ni objeto cambiado de sitio o artefacto nuevo que no marcara. Era su obligación, así lo consideraba, y en esto, era de un cumplimiento y exactitud impresionantes. Nadie, nunca, pudo reclamarle descuido en estos asuntos de identificación local y geografía doméstica. Las veces que lo llevamos a la finca alcanzó altos grados de nerviosismo en el viaje y de suma alegría al salir y al llegar y encontrarse allá con colegas de la prestancia, tamaño y fama de Mateo y de Katiusca. Cuando regresaba se acostaba rendido de tanto trajín en la finca y tremenda tarea de marcar mojones y linderos.
Cuando estaba joven y vivíamos en Chapinero, Caramelo mordió un poquitín a la señora de la planta baja, a doña Rosalba la patrona de Mota. La mordió abajito del tobillo derecho. El, un poco triste, se estuvo como dos días recoletado, como apenado por el acto culposo o quizá por el tremendo regaño que le dió Melva delante de la señora mordida, cuando ella todavía se pasaba la mano zalamera por la parte afectada.
5
Volviendo al principio de esta historia, principio que es el fin, contábamos que Caramelo esa tarde de su vecina muerte, giraba en círculos en el extremo del patio y bajo intensa lluvia. Cuando abrí la puerta su olfato lo orientó y se vino a donde yo estaba, pasó trastabillando para el patio del lavadero y se dejó caer sobre una ropa para lavar depositada en una cesta de altura reducida. Yo, que en este momento me encontraba solo en dicho sector de la casa, me di cuenta que la respiración de Caramelo, era la respiración de un moribundo; tomé de inmediato una acogedora canasta de mimbre, traje de su escondite sus cobijas y las coloqué en forma adecuada en tal recipiente. De inmediato tomé a Caramelo con delicadeza y lo coloqué en la canasta sobre esos cobijos, procurando que quedara cómodo y abrigado. Lo llevé en ella como cama hospitalaria a su escondite. Eran como las seis y media del atardecer, y llovía y el invierno arreció doloroso e intensamente toda la noche. Como a las tantas horas, alcé el techo de su casita y lo vi tal como lo había acomodado y dejado. Esa era la noche del día en que terminó el pleito por linderos y mojones en la finca, allá por los lados de San Antonio en La Vega, y que fue fallado a nuestro favor. Pues, esa noche murió Caramelo, sin rabia y sin resentimientos con nadie. Al otro día el profesor Balmes, grande amigo suyo, cavó en el jardín una pequeña sepultura, y colocó allí su cuerpo tal como lo encontró, todo estatua, pero con gesto tranquilo y sereno como si estuviera dormido, con su pelaje limpio y seco, con las orejillas un poco echadas para adelante como cuando en su vida juguetona, se ponía a observar algún insecto u hormiguita que se le acercaba. El profesor, haciendo que conversaba con él y, admirado de su definitivo y tranquilo talante después del último trance, lo colocó con suma parsimonia en su blando sepulcro de tierra, sin dejar de musitarle algunas palabras, como canturreándole y como solía hacerlo siempre sobre algún asunto: sobre la amistad, el quehacer de la vida perruna, la armonía entre todos los seres de la Creación y el equilibrio maravilloso entre la vida y la muerte, temas sobre los cuales siempre estuvieron de acuerdo.
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