Hace años que la administración del hospital municipal, ocupaba una portera muy poco despabilada. Parece que tenía un ojo malo. Eso lo colegía todo el mundo, por cuanto por debajo de sus anteojos obscuros, se le veía uno como pegado, los párpados unidos como con goma. Yo, pese a mi curiosidad, nunca le pregunté qué le había pasado en el ojo cerrado. Se concluye, desde luego, que algo muy grave le había ocurrido pero no era muy discreto averiguarlo. Lo cierto, sin duda, por el otro que parecía bueno, no veía mucho que se dijera. Esto se concluía con facilidad por las muchas incongruencias que se sucedían en la recepción de aquel servicio público.
Un día sonó el teléfono de la portería. Inocenty, Inocenty Báquiro que así sea llamaba la portera, con diligencia innegable descolgó el auricular y escuchó:
-Está Danilo el chofer?
La portera miró con inusitada rapidez a todos los que por allí conversaban.
-No, no está Danilo el chofer, contestó muy segura de sí misma.
Cómo que no estoy?, gritó alguien a dos pasos del teléfono…
-Perdón, si está Danilo, ya va a pasar… concluyó azarada la pobre.
Y, así transcurría por lo común2 la función laboral de Inocenty Báquiro, empleada porteril vitalicia por intriguillas del reverendo padre capellán, venerable y añoso, como suele serlo todo capellán de pueblo.
* * *
Cierto día hubo gran revuelo en el Hospital. Al caer la noche entraron al servicio de Urgencias a un hombre apaleado, estaba más que muerto y todo enlodado el cuerpo y las ropas.
El grito de la portera llenó de pánico todo el sector hospitalario, aledaño a la portería y al servicio de Urgencias.
-Es mi hermano, es mi hermano Luis, el mecánico!- gritaba.
-Llamen al capellán, llamen al médico.
Mucha gente se agolpó y todo el que ponía los ojos en el herido sollozaba y abrazaba luego a Inocenty, consternada allí y bañada en lágrimas.
El padre capellán, llegó con rapidez desacostumbrada.
-Sí, es Luis, el pobre Luis, pero ya está muerto,- musitó acongojado.
Aumentaba por momentos el rumor y el barullo. Los empleados y pacientes se arremolinaron en torno a la puerta de la sala de Urgencias. El practicante ha dicho, sin ninguna vacilación, que Luis Báquiro está muerto, que no hay nada que hacer.
Llegó la madre del muerto y otros parientes y todos con Inocenty, se abrazaban al cadáver que estaba hecho un fango. Al fin trajeron el ataúd, una tornasolada caja de la funeraria “El Cielo Seguro”. Entre largos zollipos y llantos tremebundos propios de gente así no más, el cadáver de Luis, limpio ya de barro y de overoles grasientos fué acomodado en su severo cajón y conducido luego al carro de la funeraria y en él, al domicilio de los Báquiro para lo del velorio.
En la casa, la familia y los vecinos desfilaban frente al féretro
para darle la última mirada al abotagado rostro de Luis. Aunque el mecánico no fue nunca un ejemplo como hijo y como hermano, madre e hijas se hacían competencia en lamentaciones y recordaciones de lo atento que era Luis, de lo generoso, no obstante que raras noches iba a casa a dormir porque siempre estaba arreglando carros varados.
Algunas veces, muy pocas, aparecía por casa al mediar la mañana, no con refuerzos para la escasa despensa, sino en busca de qué comer y de un poco de aseo para su persona.
* * *
Aquella noche fue dura para todos en el velorio y el tiempo cruel del crudo invierno que se sucedía en aquel entonces, no cedía en intensidad.
Las mujeres en la cocina, preparaban café para tomar como tragos y repartir a los tantos que habían velado, encogidos debajo de ruanas y pañolones.
De súbito se oyeron gritos de varias mujeres en el corredor. Inocenty dió uno como alarido de largos arpegios: -mamáaa… mamá… llegó Luis,.. Luis llegó…!
De inmediato todos miraron para el patio y vieron entrar al siempre ennegrecido y aguachinado Luis -el mecánico- con su cara y ropas sucias de aceite y grasas pesadas.
Luis asustado, más que preguntar, gritó: Qué ha pasado aquí… Qué ha pasado!
-Que te han matado, hijo querido te han matado! respondió la madre abriendo ojos de desmesura.
Hubo un incómodo momento de vacilaciones y Luis, más que sorprendido, ofendido en su dignidad de ser viviente, corrió a sentarse en un butaco de la cocina a resollar y a rezongar.
Creció, el barullo un momento, luego un silencio total.
A poco todos, incluso Luis, se dedicaron a desarmar las instalaciones del velatorio y procedieron con premura y maña a devolver el muerto a la morgue del hospital. El ataúd tornasolado lo recibió con objeciones el gerente de la funeraria, previo el pago por servicios espaciales. Y, el único ojo bueno de la portera Inocenty Báquiro, lucía aquella mañana más irritado que nunca.
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