Tres inesperadas cartas de amor le habían llegado en el transcurso de sólo un mes a Leonorita Polo. Era diciembre. Vagaba en el ambiente, un cierto hechizo embrujador y acariciante. Así lo encontraba y lo percibía a lo largo del día, desde el amanecer hasta el anochecer, la muy dulce hija menor de Eudosio Polo. Todo, así, desde que penetró con diciembre sobrepticiamente por debajo de la puerta y, fue encontrada por su destinataria, la primera misiva de amor. Un papel escrito con tinta verde, que era como un tesoro increible que, su beneficiaria, no sabía en donde guardarlo.
La calle era una romería de gente alegre y saludadora. La vieja casa sombría de la familia Polo, mostraba ahora para Leonora, inesperadas y muy agradables transmutaciones. Más amables y comunicativas todas las cosas que, jubilosas, parecían sonreir desde los discretos rincones, aposentos y corredores. Los modestos muebles de sala, aparentaban una inusitada animación. Espaldares de las sillas tan adustas, lucían de pronto más acogedoras y, sus forros y adornos, más juveniles. Las cortinas, ahora muy insinuantes, dejaban notar cierta laxitud sensual y alcahuete. El aroma tan persistente de lo viejo y olvidado, parecía relevarse por algo intangible y avasallador. El perfume del olvidado jardín , se incorporaba esta vez e invasor, se expandía por territorios donde antes era desconocida y rechazada la presencia sutil del alma de las flores. De quién era el milagro evidente? De diciembre o del amor? Dos sujetos estos, impalpables y abstractos y, ciertamente, de embrujada capacidad suscitadora. Pero, de todos modos había algo reiterativo, que no tenía una respuesta, una explicación congruente que despejara inquietudes e incógnitas.
Con estas cartas de amor, esas misivas escritas a mano con destinataria precisa, pero con un remitente de muy difícil identificación, Leonora, estaba feliz. Sin duda, sin duda alguna, era el amor el que merodeaba por el entorno con ilimitada ternura verbal, con una tan alta temperatura escrita, capaz de calentar y avivar los ambientes materiales, espirituales y sentimentales más indiferentes y esteparios. En esas tres epístolas de adolescente arrebato amoroso, el alma de un hombre se derramaba por toda esa casa como una cascada, como para vivir plenamente o para morir muy pronto en el remolino de un sorpresivo cúmulo nimbos.
* * *
Buseta de las tres p.m. Pleno sol y carnaval decembrino. Allí va Leonora y, ahora, sí parece entender el sutil lenguaje del amor. Esa mirada por entre los espejos y cristales. A veces semeja una mera coincidencia espacial su encuentro con esa otra mirada. Un espejismo que aparece y desaparece, sin hacer ningún daño ni ruido.
Otro día la misma buseta de las cuatro. La conduce el vital viejo echado para adelante, Gumersindo Alfonso. Es la del amor como la califican los estudiantes, la que se abre paso por entre el esplendor de la alegría popular. De nuevo la mirada de alguien que choca en el aire con otra mirada. Fulgor de un bello y sorpresivo incendio en un alma aterida, pero que llega con ansioso retardo al milagro de las fogatas.
Allí está ella, allí va ella, sencilla como siempre pero llena de vitalidad y de gracia. Su capacidad para los grandes afectos y superiores pasiones, es evidente.
Y allí está él. Los ojos de aquel joven la sobrecogen de vagos anhelos. El, no puede ser otro que el apasionado autor de las cartas anónimas que llegan y penetran al amanecer por debajo de la puerta. Su aire de asombro y contenido nerviosismo lo denuncian. Ahora, que no la mira, el sólo recuerdo fugaz de ese mirar misterioso y vacilante parecía desbordar en ella un incontrolable embrujamiento. En su intimidad, Leonora se sentía inquieta, ansiosa. Padecía la indeterminada e ingrata sensación de que él la había mirado con cierta ligera indiferencia. Empero, al meditar un poco en ello descubría de inmediato la calidad de un mirar distraído sí, pero nunca con dejos deliberados de desdén. Lo que más la perturba es el hecho, para ella singular, que al detallar mentalmente aquellos ojos, se siente asediada por ellos y acariciada. Como si la fuerza absorbente de esa mirada, repitiéndose a intervalos, llegara hasta muy adentro horadando la raíz de la propia vida. Y esa sensación pura de halago íntimo lejos de rendir sus sentidos, era sin duda, algo intangible e innombrable, que ella nunca, con palabra humana sabría distinguir, ni explicar. Había instantes en que creía encontrar una reveladora explicación: quizá la hidalguía del hombre, esa hidalguía superior del varón que se logra y afina con el sufrimiento. La masculinidad como virtud raizal acrisolada en las fraguas de los rigores y del dolor. Leonora descubría que en su existencia y de manera sorpresiva aparecía, casi en forma dramática su condición de mujer plena, sensual y sexual. Entonces volvía con decisión los ojos para mirarlo de nuevo. El hombre a su vez la contemplaba con vacilante firmeza, acto que en los temblorosos espejos de la nave se repetía y desdibujaba. Leonora, de alguna manera, cada vez se sentía descubierta, comprendida, y a la vez ignorada. Confusión de sentimientos. Dolorosas y sutiles sensaciones que el corazón de Leonora, padecía y apacentaba como una sucesión atropellada de vendavales interiores. Pero aquel rostro másculo, como una obsesión febril persistía y se hundía en ella. Y esa frente amplia y desprevenida que de alguna manera guardaba íntima correlación con la expresividad de los ojos y, esa firme y estilizada curvatura de la nariz, en armonía sin duda con la boca de labios sensuales.
De pronto, él se acercó. Se acercó sin hablarle. La miró sin fijeza pero con evidente ternura. Leonora vió en él como a un grande amigo, como a quien siempre se ha amado con devoción y fidelidad. A su vez, él, recuerda con exactitud el lugar donde la determinó y estuvo cerca de ella por primera vez, Salón Comunal, un 20 de julio, cerca al rimero de las flores para los visitantes. Aquella noche de paz y de amor, ya lejana, donde presenciaron la ingeniosa mascarada política de los universitarios.
Leonora, desde luego, se dió cuenta que aquel hombre no era, ni mucho menos un Adonis. Sin embargo, se consideró dichosa y única, en su felicidad que, temerosa de ser descubierta, disimulaba con escasa destreza. Todo esto sólo, por la gracia de sentir a aquel viajante muy próximo. Y hubo un momento de silencio entre los dos, ambos con los ojos muy decididos mirándose con misteriosa delectación. Leonora, sentía que aquello, a pesar de todo, podía ser un hecho de dimensiones apenas circunstanciales. Algo cuya ocurrencia no implicaba ningún misterio. Pero, este acompañante de ojos sombríos y sin duda inteligentes, persistía mirándola con timidez y, no fácil definible ternura.
Tanto él como ella, parecían entender que esta escena era algo con perfiles de ilusión e irrealidad. Que uno de los dos podría ser un fantasma y, sin explicación alguna, desaparecería de un momento a otro. Fué en este preciso momento cuando el joven la tomó del brazo, sin musitar una sola palabra. Leonora al sentirse asida así, creyó perder dulcemente el sentido. Pero, apreció con delicia, no tener voluntad para rechazar un comportamiento tan audaz y sorpresivo. Sin embargo, en este instante descubrió que el tan familiar desconocido, era un joven que no podía tener más de 22 años. Con él, allí sentado a su lado en la buseta encantada, apenas llegaban a sus oídos los rumores de la plazoleta en fiesta, festonada y llena de clamorosa animación prenavideña. Iba muda de sorpresa. Había reaccionado del estupor del primer instante, pero, seguían luchando dentro de su espíritu, distintas dubitaciones. No entendía bien, si lo que hacía con ella el joven podía ser el colmo de una insolente audacia inspirada por el arremolinado ambiente festivo, o la expresión espontánea de anónimas delicadezas de hombre enamorado. Y, según giraba con acelere espiritual por una u otra esfera sensitiva, se alegraba o se entristecía, pero siempre envuelta en una indescriptible dulce pasión y buena dosis de voluptuosidad, propias de la plenitud de sus años.
El joven de pronto se puso de pie. Miró con seriedad a su acompañante y con voz segura, despacito, le dijo:
-Hablar, amor, es algo inútil. De allí por qué resolví sentarme a tu lado y en silencio tomarte del brazo. En silencio contemplarte, en silencio envolverte iluso en mis cinco sentidos. Y, no será inútil jamás que yo te haya soñado y que tú me hayas esperado. Mucho ya ha sucedido y, ahora, puede ser que el porvenir nos ate a los dos.-
Y, sin dejar de mirarla, se quedó de nuevo en silencio.
A su turno, Leonora, quiso contarle muchas cosas y preguntarle otras tantas. Comprendió, sin embargo, que el momento no era muy oportuno. No obstante, Leonora le hizo a su acompañante una única pregunta:
-Pensaste alguna vez que yo pudiera llegar a estar tan cerca de ti?
El joven sonrió, como única respuesta.
Por su parte, a Leonora simplemente le había halagado el tratamiento tan espontáneo y delicado proceder. El joven tornó a sentarse y de manera muy natural tomó el brazo de Leonora.
-No hablemos de nada- le propuso. He sido en realidad feliz durante el tiempo del viaje en que hemos estado en silencio.
Leonora, descubrió de inmediato que, a ella le había ocurrido lo mismo.
Ahora, la buseta tomaba la avenida que debe conducir al terminal del barrio los Pinares de Occidente. Ella sentía en su brazo el milagro de la mano que con insistencia venía sujetándola. Y la transportaba la idea de por fin sentirse amada y el roce brusco pero incitador de aquel cuerpo con su cuerpo. Leonora comprendía que la vida en algunas circunstancias carece de fines precisos; pero, que nunca se sabe lo que el instante próximo puede brindarnos. Lo cierto, en este momento, ella se sabía definitivamente dichosa. Ahora la voz del joven se deja oír en un tono bajo e intimista, como si no fuese él quien hablara a ella, sino uno de los leves rumores de la tarde veraniega, cargada de saudades y de presagios venturosos.
-Quiero escuchar de tus propios labios, tu nombre, dijo a Leonora. Leonora, al oír la pregunta se sintió sorprendida, pero, respondió:
-Leonora… Sí Leonora
Y no añadió palabra más. El joven, por su parte, se inclinó hacia ella con delicadeza al oír el, para él, siempre amado nombre. Con expectación la miró al rostro como si tratara de comprobar en el fondo claro de aquellas pupilas, la verdad maravillosa de lo que acababa de oír.
-Sí, es cierto, pensó, tenía antiguos elementos de juicio y a viva voz agregó:
-Aunque tú no me lo hayas preguntado, quiero decirt2e mi nombre, me llamo Rulfo, Rulfo Konhelo, tu escondido corresponsal y, además, sé que nos amamos. Dijo esto, el joven, cuando la buseta se había detenido en su meta y empezaban a descender los pasajeros.
Tomados de las manos, Leonora y Rulfo, orientaron sus pasos muy despacito hacia la casa de aquella, sitio que Rulfo conocía lo suficiente, aún de noche, cuando él mismo iba y dejaba las cartas subrepticias muy por debajo de la puerta. En aquel instante Leonora no se podía explicar nada de lo que había sentido durante
el viaje del centro de la gran urbe al barrio de Los Pinares. En un momento oportuno del discreto ambiente lugareño, Rulfo la tomó en sus brazos. Ella creyó que la iba a besar, sintió al mismo tiempo un gran deseo y un ligero temor por la gente que por allí pasaba. Leonora, además, tuvo reticencias al pensar que al besarla pudieran caer en escenas de común ocurrencia entre amantes sin imaginación. Pero Rulfo, no la besó. Detuvo su boca muy pero muy cerca de los labios de Leonora. Y mientras estuvieron así, permanecieron orbitados dentro de una extraña y agradable sensación, logrando una felicidad que nunca hubieran sentido colmada, si culmina con el beso. Sus miradas en plena enajenación se acariciaban. Pero, Leonora no pudo contenerse. Ella sola culminó la escena pública con un beso radiante, repitiendo muy quedo “soy tan feliz”. Y, en efecto era ella la protagonista de una felicidad que nunca, dentro de su limitado mundo de los besos de la TV, había columbrado que existiera en la realidad.
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