Pasión Creadora

Capítulo III

1 –

Una bella ciudad que sus habitantes saben ver crecer. Ciudad sensual, Pereira, apenas adolescente, que pinta su cuerpo de colores vistosos y hace de cada jornada una singular faena de trabajo y de glorias, para anochecer bulliciosa y alegre. Así, la contempla Enrique Buitrago, cuando se solaza por la buena marcha y el porvenir de su empresa de “servicios”.

Urbe activísima. En sus jubilosos atardeceres afina su apariencia y está satisfecha por las bien cumplidas tareas. En los instantes finales de cada día, enciende el hechizo de su galaxia ritual, su alumbrado público por calles, carreras y parques. Y en determinados y misteriosos sitios urbanos, aviva los viejos faroles suspendidos con sentido estratégico en las esquinas de los altos aleros de los lugares más bulliciosos y concurridos. En los nuevos y en los antiguos aleros que, velados por el gris de las telarañas, desde los almenares oponen el optimismo de su claridad mortecina al avance invasor de la noche.

Villa de amor y de trabajo. Tiempos de la fundación, auroral y como empotrada con lúbricos afanes en el sitio justo, donde antes existiera un extenso y cerrado bosque de invasores guaduales. Caserío y población, hasta ayer no más de calles empedradas, portones con pisos adoquinados y patios con el embrujo de las dalias floridas. Y en todos sus ejidos, la fluencia de su obstinada sensibilidad bucoliasta, guaduales, arboledas, sementeras. Urbe joven tenazmente sacudida por su febril afán de transformación y de cambio. Por la obsesión del trabajo productivo. Nueva metrópoli andina, prodigio y sumatoria del quehacer de gentes vitales, alegres y fundadoras. Moradores felices que aman la simple alegría de estar vivos y plenos de energías. Que buscan sin muchos rodeos la realidad de los placeres, de los deleites elementales. Y se sienten crecer dentro de la acción del trabajo creador y, desde luego, enriquecedor, claras expresiones de su genio y de su personalidad colectiva.

 2 –

Por las más concurridas y comerciales calles y carreras, todavía el servicio y el rumor del tranvía. Grandes naves terrestres de color escarlata con largas líneas amarillas o blancas. El tranvía se desliza como una tortuga gigante, con antenas alertas e itinerarios concretos. El tranvía, como el alma visible y rumorosa del conglomerado y del entorno. Amable manera del transporte urbano. Largo y entretenido viaje por rutas céntricas y concurridas por gentes que hablan gritando de acera a acera o, se detienen en las esquinas para escuchar los anuncios que pregona el “ciego Ramón” con su enorme corneta dorada y de cambiantes brillos frente al sol del atardecer.

Con placidez y sin ningún temor, sus moradores visitantes sentados en sus amplias sillas de madera, pueden ir en tranvía, desde Vidriocol abajo de San Camilo, a la Planta de Libaré o al terminal de Mosquera a cien metros del río, o al barrio La Cumbre, ciudadela de placeres, bulliciosa y alegre de día y sobre todo de noche.

Tranvía cargado de deseos proletarios. Durante más de doce horas asiste y arrulla las ilusiones colectivas y, rueda que rueda hasta más de media noche, durante el mes de Agosto y en los días de carnaval. Su rumor acompasado por las sucesivas uniones de los rieles, aduerme el alma del obrero cansado, aliviana los músculos atardecidos de la ciudad diligente y sensual. O, como lo ha expresado Borges para los suyos, “con el fusil al hombro los tranvías patrullan las avenidas”.

Gumersindo Alfonso y los Holguín, son los propietarios de nuevas flotillas de buses largos y ágiles y de busetas limpias y muy cómodas para estos tiempos. Allá van la “Santa Fe”, la “Santa Isabel” y la “Santa Rosa”. Y frente al asiento de los conductores la imagen iluminada de una santa rodeada de estrellas. Busetas que pueden llevar a los paseantes y a los trabajadores a distintos lugares interurbanos, por ejemplo, al Hipódromo en Dosquebradas, o un poco más arriba a la Romelia, linda y bien poblada vereda, tendida al pie del alto de Boquerón.

 3 –

Así mismo, el tren. El tren allá en la estación se despereza, se alarga y anuncia su salida con tres gritos. Parte de Oriente a Occidente, y divide en dos el territorio suavemente ondulado de la urbe. El maquinista, los fogoneros, los freneros, todos uniformados de azul; el maquinista luce elegante terno de paño y severo kepis militar. El tren de la mañana con imponente locomotora nueva, varios vagones de carga y repulidos coches para pasajeros, avanza con su lento penacho de humo y su tableteo acompasado. Todavía no hay órdenes desapacibles de ultramar, para aniquilar las carrileras y descarrilar los trenes.

El rumor de su paso, nos reconcilia definitivamente con los afanes de la vida en común. El poeta azteca siempre insistirá: “Escuchad. Escuchad al tren. Escuchad el silbato del tren… Es el tren. El tren que viene, que pasa, que va, que se fue. Porque el silbato de un tren es el tren mismo. Y es todo lo que lleva el tren. Y es todos los lugares que conoce el tren…. Preguntad quien no ha oído el silbato de un tren y quien que lo haya oído no se ha ido un poco con él.”

La sede de la estación del Ferrocarril en el gran parque, se recoge en un edificio de hermosa arquitectura rococó francesa y hegemónica. Amplias y bien ventiladas salas de espera y anchos corredores bajo techo, todo en busca de seguridad y grata estada para los usuarios.

Al frente del Parque y en la confluencia de la calle 19, en una espaciosa oquedad amurallada, el rumor del Colegio de los Hermanos de La Salle. Todos los estudiantes con chacó azul y blanco y, en la vecindad, en la Veintiuna, el Instituto Técnico Industrial, los alumnos con severísimos gorros granate-oscuros, se mueven, activos y orgullosos, tras la inmediatez de la idoneidad laboral y técnica, para ir luego al taller y a las fábricas de su entorno y ciudad en desarrollo.

 4 –

El parque central luce su extraña belleza. La Plaza de Bolívar, apenas, remota la imaginería de un corcel veloz y un genial caballero desnudo. Al fondo, la tranquila severidad estética del templo de Nuestra Señora de la Pobreza, casi del brazo mundano de esa otra armonía arquitectónica, enchapada en maderas olorosas, la primera gran sede social de la villa, el Club Rialto sin estrenar, programado con elegante severidad para competir.

La invasión de los robustos árboles frutales, memoriosos árboles cargados de años productivos, con sus ramajes espesos acarician las techumbres y las blancas paredes de bahareque y calicanto de las casas más principales. Por las tardes, no falta la acertada puntería de los estudiantes desprevenidos y alegres, puntería que desprende de los abundantes y apretados gajos, una milagrosa lluvia de mangos pintones y maduros. Jóvenes bulliciosos y atrevenidos que se sienten los dueños de ese generoso bosque citadino y frutal. Bosque tan familiar, plantado por la eficacia y el gran amor de patria chica de los primeros Marulanda. Cuidados, después, por los herederos y los hijos de los amigos.

Esos adolescentes con tan buen tino hacia el blanco, pueden ser los alumnos de don Juan Suárez, de don Juan Soto, de don Juvenal Cano; o los discípulos insurgentes de don Deogracias o de don Pablo Cardona, o bien, los párvulos de la Escuela Gregg de Antonio Ospina en el marco de la Plaza, al frente de una comercializadora de la Phillips, donde se escucha hora tras hora y en forma obsesiva la canción “Noches de Hungría”. Y, a solo quince metros, pared de por medio de la Gregg, la Tía Marulanda vestida de terciopelo rojo, sentada en su silla frailuna, cuando devora docenas de racimos de uvas de su finca del Valle y, sin rubor alguno, arroja las cáscaras a la calzada de la Veinte.

* * *

En el fondo aéreo de la ciudad, no muy lejos del horizonte, el Alto del Nudo. La linda montañita mágica, que ningún residente se quiere alejar o morir sin antes haberla contemplado con orgullosa delectación, con inexplicable pero tranquila emotividad. El Alto del Nudo, que arroja fuegos apaciblemente azules, como toda montaña milenaria que se respete. Viejo y leal vigía de los Andes, atento al discurrir de la ciudad. Silencioso inquisidor de su expansión y su destino grande. Serenado montículo, razón recóndita de la moderación de la conducta y del silencioso pero público panteismo colectivo.

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