1 –
Enrique Buitrago, el de la Altagracia del Eje Cafetero, jamás ha olvidado lo que vio y escuchó cuando era un joven de doce o trece años, inteligente sin duda, despierto y atento. Un muchacho en su estado natural, dispuesto como hombre muy poco mimado a enfrentar todas las situaciones. Y a disfrutar de la vida cuando alguna oportunidad feliz se pudiera presentar. Y a esquivar con tranquila malicia lo negativo. Y, si se dan las circunstancias adecuadas a ponerle una buena dosis de energía a lo positivo y sabroso. Pues, que ya había tenido ocasión de utilizar con habilidad y lo mejor posible, algunas oportunidades que pintaron bien. Sabía, en consecuencia, corresponder como es debido a la gente que de algún modo y en algún momento podía servir para mejorar su situación en uno u otro sentido. En fin, todo esto lo corrobora el propio Enrique, indagando causas y efectos, cuando hace el recuento de su salida definitiva del lugar donde nació y vivió hasta su infancia realmente corta.
-Un día, cuenta Enrique, cuando ya tenía catorce años y aburrido de Altagracia, me fui para Neiva, con un amigo opita, amigo que estuvo varios meses por estos lugares del Eje en la recolección de café; pero, este cristiano lo que sabía en realidad era coger algodón o trabajar en el cultivo y manejo de los arrozales. En Neiva me quedé en la finca de los Amaya, que no eran algodoneros sino ganaderos. Rapidito aprendí a manejar vacas muy lecheras; yo ya sabía lo suficiente desde antes, en relación con estas faenas del lazo y la manea, y me convertí en estrella y en vaquero habilísimo de la luna llena.
Una excepcional muchacha, medio solterona, propietaria con sus hermanos de la finca, no muy linda ella y terriblemente inteligente, se enamoró de mí y creo que yo también de ella.
Se preocupaba sobre manera por mi alimentación, mi ropa y mi dormida. Por todas las tres cosas en forma muy igual y con sobrada diligencia.
La señorita, Helenita Amaya, que así se llamaba la para mi en esta edad, verdadero ángel de la guarda, era de unas energías poco comunes y manejaba esa Hacienda con el dedo meñique. Aciertos en todo. Eficacia asombrosa, porque, especialmente el hato lechero gozaba de buena fama y mejor salud. Las vacas nunca se enfermaban, las contratas de leche se cumplían de sobra y los potreros brillaban, si así se puede decir, por su frescura y la limpieza y por lo bien programados para el pastoreo. A la señorita, casi no le gustaba salir, como sí a los demás, que viajaban con regularidad a Neiva y con cierta frecuencia a Bogotá. Yo, también poco salía, mandaba con amigos mis cartas al correo nacional. Sólo, cuando tenía que hacer un giro a mi mamá en Altagracia, iba personalmente a Neiva o a Pitalito, donde tenía un amigo, Roberto Gómez Palacio, un fundador de pueblos, que viajaba con frecuencia a Altagracia y Filandia.-
2 –
-Helenita, continúa Enrique su relato, sabía de arte, sobre todo de pintura y en un hatillo de la casa se pasaba horas pintando al óleo sobre lienzos que ella misma preparaba y miraba siempre atenta para el pie de monte, donde solían criar las vacas. Tocaba, además, la guitarra y yo la acompañaba con el tiple. Tiple que aprendí a surrunguear en mi infancia de Altagracia, haciéndole dúo a mi papá en las noches monótonas, cuando nos reuníamos en el corredor de la casa con toda la familia y tocábamos siempre lo poco que sabíamos, a pulso y sin luz eléctrica; y cantábamos esa canción, entonces tan en boga, que por allá en alguna parte, dice: “y me dejaste solito con las estrellas.” Yo, como no me acordaba bien de la letra de la tal canción y Helenita me solicitaba con insistencia todo el contenido, entonces hice un montaje adecuado a las circunstancias y, relacionando en forma muy discreta lo que ya nos estaba ocurriendo tanto a ella como a mí, nuestro enamoramiento tenaz. Yo, cuando tengo la oportunidad a mis amigos jóvenes les recuerdo que todo lo que aprendan puede llegar a ser muy útil, así sea para enamorar una mujer, un juego de sala, un poema, una canción.
A Helenita y a sus hermanos, pocos los visitaban. Sólo cuando venía el hermano mayor que era político de muchas campanillas. A Helenita, unos la consideraban muy estirada y, a otras, como a las zalameras señoras capitalinas, les parecía como muy campechana.
Lo cierto es que cuando yo cumplí los diez y seis años, la edad no importa mucho en el trabajador, sino la estatura, los buenos músculos y el buen genio. Y, era yo el hombre de confianza de todo el mundo allá, y padre de un niño casi de seis meses de vida ya, William, quién se quedó con el apellido de la madre, Amaya. El crío cuando creció fue educado en Europa y con suma dedicación, pues era parco en palabras, estudioso y perseverante.
Entonces, cuando yo frisaba por los diez y nueve, y la madre y el niño habían recibido una cuantiosa herencia, ya estábamos en Francia, Helenita Amaya para librarse de tanta habladuría opita, y el niño William y yo para acompañarla.
Como Helenita se interesaba sobre manera por la pintura, las obras de arte famosas en este campo, visitábamos semanalmente alguna sala del museo del Louvre y fuimos hasta Madrid dos veces para estar en el Prado y mirar sin afanes, sentados en los bancos al centro de las salas, a Goya, a Velásquez y al Greco, con más dedicación a Goya la gran pasión artística de Helena.-
3 –
-En un singular Cabaret parisino, “La Esfinge” me encontré con Obdulio Restrepo “Faraón”, que por allá lavaba platos y trabajaba como loco. Gracias a él aprendí un poco de francés y conocí establecimientos de diversión realmente admirables. “La Esfinge” donde trabajaba Restrepo, estaba situado en el bulevar Edgar Quinet, muy cerca de Montparnasse. “La Esfinge” subía los precios y empleaba mucha gente, particularmente mientras se celebraba en París la Exposición y Feria Automovilística. Hombres para trabajos duros y prosaicos y lindas y muy saludables chicas para la programación erótica, pues, los empresarios y accionistas de “La Esfinge” tenían muy arraigada la creencia de que los hombres de hoy suelen confundir y asociar la potencia de sus automóviles nuevos con la propia potencia sexual.
Otro singular Cabaret que conocí, gracias a la sabiduría de Restrepo, fue el muy antiguo y famoso “Toulouse-Lautrec”, ahora muy discreto y sin nombre visible, el cual ha tenido distintas épocas de esplendor y de bonanzas. Esta casa situada en la Rue des Moulins, no muy lejos de la Biblioteca Nacional, ofrece todavía a la clientela todo tipo de servicios y recibe visitas periódicas de grupos organizados de europeos y de turistas de América. Y es de detenerse a observar con atención allí la belleza de las camas de los distintos estilos de los Luises. Aún se puede admirar el duplicado de una gran cama versallesca con sus cortinas de terciopelo carmesí y un gran dibujo bordado que representa “El triunfo de Venus”. En toda la gran casa, muchos cuadros, candelabros, tapices y estatuas maravillosas de los tiempos del Rey Sol. En varias y sofisticadas habitaciones los techos y las paredes totalmente cubiertos de espejos limpios y puros. Esto, lo relata con detalles apenas insinuantes Emmett Murphy, cronista de la vida y desarrollo de este tipo de empresas de placer para millonarios de todo el mundo, que yo necesariamente he tenido que leer como literatura de trabajo. El escritor Maupassant en su cuento largo “La Casa Tellier”, retrata un famoso establecimiento de placer para ricos empresarios aldeanos de Francia del siglo Decimonónico, cuyas imitaciones excelentes son fáciles de encontrar y de visitar en las afueras de París, cerca de las grandes empresas agrícolas.
En otra ocasión, Helena y yo nos fuimos de paseo para Londres en la grata compañía del paisano Obdulio Restrepo, “Faraón”, así le decíamos desde la escuela, no sé por qué, quizá por su rostro enjuto como de momia. Nos fuimos con Restrepo que en todo momento, además, sabe manejar el inglés con cierta gracia y soltura. Digo con gracia porque cuando lo oían hablar los ingeses sonrreían con picarezca frialdad. Visitamos, pues, la Galería Nacional, para observar muy despacio en su imponente urna de cristal, la realmente majestuosa momia del joven faraón Tutankamen y, colmar así, la curiosidad de Obdulio que, en realidad poseía un rostro muy semejante al de ese gran señor egipcio. Allí pudo Helena regodearse contemplando obras de los grandes de la plástica inglesa y mundial.
4 –
-No olvidaré que en aquel viaje a Londres, volví a ver en plena actividad al Carilampiño de Altagracia. Pues, cerca al hotel Russell, hay un inmenso parque de grandes árboles y hermosos jardines. Caminaba y conversaba con Obdulio y estábamos al frente de una estatua de Gandhi, cuando descubrimos una pareja de españoles oriundos como de los lados del Cantábrico, lo que dedujimos por el acento y los vocablos feroces del hombre. La mujer estaba recibiendo una fenomenal golpiza de su acompañante y en condiciones de suma desventaja y humillación, parecía que la iba a matar. En esas apareció el silencioso Carilampiño de Altagracia que increpó al violento y este, sin aflojar a la indefensa mujer, se le enfrentó con gruesas palabrotas en un lenguaje como de montañés santanderino, esto en opinión de Restrepo. De pronto el Carilampiño levantó su diestra en dirección a la carota del agresor y, quien de inmediato se quedó paralizado y con la boca abierta y mirando en dirección a la parte superior del monumento del Mahatma, mientras la muy lesionada mujer ponía pies en polvorosa y huía de una muerte segura y en un momento en que el agresor sólo contaba con la presencia inmóvil del pacífico indú.
Esto ocurrió como a las diez de la mañana. Nosotros nos regresamos al Hotel, medio confusos. Pero, después de almuerzo volvimos al lugar, ya en compañia de Helena y, encontramos al colérico españoleto en la misma posición y con la boca llena de moscas, un hervidero de pequeños insectos y, frente a la impasible estatua de Gandhi como única compañía para espantarle los bichos, porque a la distancia también inmóvil, detrás de las barreras vegetales, sobresalía la estatua del Almirante Nelson, incapaz de hacer algo, más tratándose de españoles. Semejante escena, no era para extasiarse uno de por vida. Seguimos el camino y, al anochecer, sólo regresamos allí por curiosear y un poco temerosos, pero, ya no estaba el español paralizado. Sólo, muy solo el mármol del Mahatma y, absorto en sus lejanías, el Almirante sin un brazo y sin un ojo.-
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