CAPITULO DIEZ Y NUEVE
Aquella melancolía de los quince años.- Mi prueba de la existencia del alma.- La inteligente comprensión de mi madre.- La compañía de mi hermano Pedro.- El misterio de los olores.- El hombre que se sentía música.- Esta crisis de la adolescencia.- Contrapunto entre lo posible y lo ilusorio.- El amor que aclara las ideas.- Alguien un poco extraño al medio.- Que se me esta yendo la vida.
1 –
Como a la edad de los catorce, de los quince o de los diez y seis años, sin anunciarse, sin esperarla, llegó la melancolía. Una honda y misteriosa tristeza momentánea, que siempre fue para mi, el mayor argumento para creer y demostrarme a mi mismo la existencia del alma. Yo me decía: esto que siento por las mañanas mirando en el vacío, no lo pueden sentir las bestías, porque se morirían de inmediato. Se reventarían por dentro. Eso era para mí, la presencia del alma. De ese algo superior que llevamos dentro, que nos acompaña siempre, que nos alegra o que nos atrista.
Yo creo, sin embargo, que fui un niño siempre feliz. No tenía mayores razones para la tristeza. Pero, cuando me invadía, eso que ahora denomino melancolía y que ninguno de mis amigos de infancia en los pasos hacia la adolescencia, pudo contarme haber sentido algún día, eso, si es la angustia de la presencia del alma y no tiene hora de llegada, ni grados de intensidad, ni momento de partida.
A veces esa pena, tal vez extraña para todos, se me aparecía y fijaba con el rumorar de la lluvia intermitente y en el frío de los amaneceres en invierno o en verano; en los silencios hondos con el tictac del viejo reloj de la pared y con la sola presencia del reloj mismo; con el rumor lejano y cercano del río; con el repique auroral de las campanas de la capilla distante, muy semejante al tañido de la campana del colegio a las ocho en punto de la mañana cuando aún me faltaba medio kilómetro para llegar. En fin, con tantas cosas que guardan, en si mismas, un aire misterioso y dolorido. Una carga terrible de lo incomprensible y de lo amargo.
2 –
Cuando inicié mis estudios en la ciudad, sí que en ocasiones imprevisibles me sorprendía esta indefinible angustia, que nunca tuve manera de explicarla a persona alguna de mi confianza, ni de entenderla yo mismo. Y lo que más me sorprendía, el hecho que ninguno de mis amigos daba indicios de padecer o haber padecido nunca cosa igual o semejante.
Mi madre, muy comprensiva y sin que yo le contara nada, como que entendía cabalmente y en sus secretas complejidades, mis hondas reservas de angustia. En consecuencia, se preocupaba por alejarme de aquellas situaciones y circunstancias que, de algún modo, me podían afectar. Empero, el sólo hecho de yo comprender los afanes y preocupaciones de mi madre, agregaba otro motivo para avivar mis secretas congojas.
A mi madre, no era estrictamente necesario revelarle nada. Ella vivía atenta a nuestras reacciones y diaria manera de vivir y de actuar. Y sacaba conclusiones. Trataba de orientar nuestras existencias, querencias y apetencias en el quehacer cotidiano, hacia campos de tranquila felicidad y de un armonioso desarrollo personal.
* * *
La maestra Candida Isaza, de alguna manera nos acomodó lo que sabía. Y empezó “la repetición de la repetidera”, decían mis padres, que estaban atentos a todos los detalles.
Entonces, un día, ya me matricularon en el Instituto Robledo dirigido por el profesor Juan Crisóstomo Soto, en Pereira. Se trataba, en buen romance de la jerga educativa, de revalidar tercero y cuarto de Primaria en el curso de un año. Así prometió que lo lograría el profesor Soto.
3 –
Un día lunes a principios de un febrero nada soleado, madrugué con mi hermano mayor, Pedro, que había venido sólo para acompañarme al Instituto de don Juan, su amigo.
Esta, una buena labor la que supo hacer ese día mi hermano, pues, el era un hombre citadino desde muy joven. Yo, al contrario, un niño campesino hecho y derecho, que muy poco conocía del pueblo, distinto al templo y misa dominical de la Parroquia de la Valvanera o el depósito de café de mi padrino Nicanor Restrepo.
Pero, desde el momento en el cual salí de la finca para el
colegio tuve sensaciones extrañas. A lo largo del camino todo me olía distinto. O por lo menos los olores de las cosas como que se me venían encima, a las narices, en prolongada sucesión. Yo se lo iba diciendo a mi hermano. En el plan de la Popa me olía a pasto podrido. De la Popa para abajo sentía el olor del humo del tren. En el trayecto del barrío vecino al río, me olía a agua golpeada por las piedras. Pedro dijo que allí olía era a putas golpeadas por los mozos. Yo no le refuté, por que en realidad no sabía a ciencia cierta a que podían oler lascircunstancias aludidas por Pedro. En fin, subiendo hacia la Fábrica de Cerveza Continental, me olía a cebada cocinada y trasnochada.
Ya en el pueblo cada cuadra tenía para mí un olor distinto.
La calle 21 donde estaba el Instituto, me olía a pandequeso caliente y, en ello, si estuvimos de acuerdo mi hermano y yo. Era una calle larga de relucientes andenes, firme pavimento y de tracto en tracto por las carreras, empedrados casi artísticos, como collages abstractos.
4 –
Y era yo por entonces un pobre tipo que me sentía música. Reducido a un pedazo de partitura sobre un atril. Encarnación activa de un pentagrama viviente. Música sin intermezzos, desconectada del paisaje elemental de mi Dosquebradas nativo, que como quien arropa a un pobre niño, me arropaba con el verdor de su sabana.
Exacto, era yo como una sinfonía en interminable ejecución. Todo un drama personal que nunca pude revelar a nadie, ni encontraba instrumentos adecuados para hacerlo. En el sueño y en la vigilia, declamar en alto y bajo mis querellas, mi triste vagabundear. Siempre, la ronda de ese persistente espíritu melódico, me envolvía y hacía un esclavo de mi, joven paseante de tez pálida, nariz rectilínea y expresión de triste resignación, que ha vivido expuesto a los más crueles y prolongados silencios.
Esa música que nacía y crecía en torno mío, y lo vivía muy hondo en mi interiorida. Sólo yo la escuchaba y la sentía aflorar como una nube de arpegios. Y caer, luego, en miriadas de gotitas, como lluvia desolada abajo, sobre el cuerpo del río, de mi río, sobre la techumbre de mi casa, sobre mi joven humanidad desorbitada.
Y trataba de dilucidar en torno a mi doloroso trasunto. Pese a tantas cavilaciones, en realidad, no aclaraba nada. En realidad no me entendía
ni entendía el misterio de los sentimientos que en relación conmigo pudieran aflorar en el espíritu de mis conocidos y vecinos.
Y cierto era para íntima desdicha suya, que yo y mi problema era un secreto sellado para las entendederas de los demás. De miz amigos y de mis allegados. De mis hermanos y hermanas y hasta de mis padres. Una exótica novela inconfesable y, más que inconfesable, inexpresable.
5 –
Y nunca pude descubrir fronteras entre el amor y la admiración. Ni distinguía entre el amor y la piedad; ni entre estos y la ternura. Y en esa hora fronteriza entre la mañana y el primer medio día de la vida, me asediaba el ansia de identidad espiritual y sentimental con alguien.
Y ardían en mi el lujurioso afán de conocimiento y el tropel de los deseos sin objetivo. Quizás sea esa la crisis de la adolescencia o el no poseer ninguna reveladora experiencia vital. Miss patrones culturales se erigían pertinaces en freno y muro, en esquina de cogitaciones. De allí porqué todo en mi alma fueron expectativas conturbadoras, horror cobarde frente a lo desconocido. Temor a lo más elemental, ignorado.
Una continua preocupación: lo que la gente pudiera pensar de mi, lo que pretendieran imaginar respecto a mis costumbres y prácticas, sobre mi tragedia de sentirme sucesión de estancias musicales. Y, mucha angustia, cruel y persistente, en relación con lo que solía imaginarme de los demás, sin un ligero indicio siquiera, sin una prueba cierta.
Y lo que sentía sin contarlo a nadie, ni escribirlo, respecto a mis compañeros y compañeras de colegio, de sus ocasionales amigos en algunas diversiones simples. Y sobre la profesora de Algebra, tan cercana pero tan distante. Y de mi profesor de Educación Física, impositivo y en toda circunstancia tan agresivo y seguro de si mismo. Y de mi rector el profesor Cardona, que más parecía un seminarista aplazado, cuando lo descubrí observándome inquisitivo, como si le debiera algo, como si no hubiera visto nunca mi nombre en las planillas de matrículas.
6 –
Pero, en mi silencio arcano no intentaba esclarecer, ni resolver nada. No me sentía unidad de medida y equilibrio de la realidad circundante. Y no era una felonía del destino. Quizá la dicha y el triunfo de vivir, la apoteosis de la vida para mi mismo y para el entorno. Quizás un esclarecido micro de un cosmos de realidades alcanzables. Podía ser la encarnación del bien tan buscado, la armonía tan ambicionada por estetas y artistas de verdad. Empero yo nada esto lo podía ver así. No comprendía mi rol, ni lo hacía valer ante el recogido mundo que me circundaba.
Sólo era yo el contrapunto entre lo posible y lo ilusorio. Protagonista de todo y de nada. Así lo podían entender mis allegados sin imaginación.
Para mí los míos y la gente son mi contraparte. No el coro aclamatorio que en secreto deseaba. Lo onírico tenía en mi una secreta conexión con la realidad. En mi recámara íntima, mis deseos y apremios, parecían cristalizarse en aguzada inteligencia. Y me abandonaba a mi extraña suerte. Mis contratiempos cotidianos, los entiendía como algo de común ocurrencia, que siempre debían ser así. La música obsesa me acompañaba y acosaba siempre. Era una terrible adjetivación intransitiva. La vida discurría en apariencia amable para mi, pero sin una comprensión de profundidad, sin entenderme a sí mismo, ni entender a nadie.
7 –
Pero, en algún instante de algún día, llegó el amor. El amor primigenio, revelador y limpiamente alegre. Llegó sin anunciarse. Pasó adelante, a mis interioridades, decidido y espontáneo. En este instante, todo lo pude ver claro. Me sentía valiente, hermoso e importante. Era el momento de la gran revelación. La crisálida había quedado atrás. Era y me sentía ya todo un hombre, un ser trascendente en los prontuarios de la creación.
La música de pleamar desaparecía por las esclusas del tiempo. Los cromatismos y cadencias aéreas se desvanecían. Ya las dudas no se apoderaban de mi. Los temores, todos los temores se transmutaban en tranquilas claridad y seguridad. El semblante de la gente tenía, ahora, líneas precisas e iluminados contornos. Las palabras me entregaban un definitivo mensaje vital.
La existencia me enseñaba, así, para siempre y en la realidad pura, un rostro de muchacha que reía. En este momento, alguien del cósmos, yo mismo, me integraba con plenitud al gran poema de la vida.
8 –
Si, yo era yo, y uno de los tres últimos hijos del matrimonio de Pedro y de Rosa, los dueños del galpón de la Popa. Tenía como quince años y, según la opinión de tantos, ya mostraba un no se qué de hombre hecho y derecho. La melancolía me empujaba a un silencio pertinaz y hosco. Mis padres, con mucha razón, me consideraban un tanto enfermo y, quizá por eso encontraban muy explicable mi retraimiento meditabundo. Más bien, seguían con cierta complacencia mis actos y veían con una ternura medio triste, mi manera de ser.
En esta dura realidad mis vecinos, entre ellos, los otros muchachos más o menos de mi misma edad, me miraban con curiosidad y como con respeto. De verdad que yo no era de mal genio, ni hacía el oso ante nadie, ni poseía un mal apetito, y sabía sonreír y reír cuando me daba la gana y trabajar con empuje cuando me tocaba.
Y cuando quería hacer algo lo hacía. Nadie pudo decir nunca que yo era perezoso, mal amigo, vecino indiferente o mal hijo… Pero, mi retraimiento natural me distanciaba mucho del común de la gente, de la gallada bulliciosa de los muchachos de la vecindad.
Ellos me veían como un extraño al muy normal medio en que viviamos, como si yo no fuera de allí, sino de otra parte o de la metrópoli. Pero, todos los días en las primeras horas, después del amanecer, !qué tremendo vacío el que sentía yo, cómo se me retorcía el alma!.-
Si. Yo me daba perfecta cuenta que algo se deshacía y rehacía en mi galpón interior. Que algo reverberaba, bullía y se derramaba por los patios y largos túneles de adentro, de muy adentro. Y esto me apenaba y me angustiaba una enormidad. Pensaba que estaba muy enfermo, pero no de sarna o de gripe, sino que mi vida espiritual parecía estrujarme con su mundo de inexorables misterios. Y, eso, me hacía sufrir cantidades.
9 –
Y, esa lluvia que caía por la mañana, era para mí más insufrible que las de otras horas del día. Esa misma que parece dolerle a las plantas, a las praderas nebulosas del ganado aterido, a los caminos lacrimosos, al alto de la cruz desde donde se veía el sendero que se bifurcaba y seguía para pueblos desconocidos. El mismo por donde un día se marchó para no volver, mi hermano mayor.
Si, el mismo camino con puntos suspensivos que he llevado aquí dentro, con su lluvia pertinaz en invierno y con polvaredas ásperas y distantes en los veranos. Ese camino…-
Desde el alto, todos los días contemplaba el entorno físico y no me cansaba de mirar para adentro, las incomprensibles profundidades de mi paisaje interior. Y no me detenía en la tarea de darle vueltas obsesivas a una misma idea.
Estaremos condenados a sufrir siempre mirando esto. Un paraje sin límites, donde el silencio hace un ruido aterrador en el alma. Donde los colores y los sonidos parecen estar en el primer día de la creación. Quizá, pensaba, sería lo ideal la conjugación de la palabra que lucha por salir, con esa música y esos colores dispersos, en una sola expresión de arte, para hablar del amor, para hablar del dolor, para hablar de la vida. Del pesar que me daba el amor que no llega, que no quería que llegara, que estaba allí al otro lado del puente levadizo; que estaba más allá por que ya había pasado. Que cuando pasó ayer, su sordera no escuchó mis palabras conmovidas.
Y era lo exacto. Se me estaba yendo la vida y no me había dado cuenta. Me había pasado el tiempo soñando. Y el tiempo es un año o medio siglo, que se demoran lo mismo vadeando la ley de la gravedad del infinito. Ya todo dependía del plenilunio, del ir y venir por las recámaras espirituales. Muy intensa la vida en los sótanos de mi interioridad atormentada, acorralado por ese tremendo lote de soledad telúrica que en suerte me había correspondido.
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