CAPITULO SEIS
El embrujo de los puentes de guadua.- La atormentada pasarela para ir de un tiempo a otro.- Ansiedades y angustias de quienes cruzan los puentes.- Puente con barandilla.- Los soliviones del puente que nos cambian el curso del pensamiento.- Vida y muerte de mi primer amigo.- Caramelo era un pincher miniatura.- Un perro que supo saborear la muerte.- Efusivos saludos de juventud.- Tensa amistad con algunos.- Cuando Caramelo mordió a la patrona de Mota.- La tarde y noche de su muerte.- Su enterrador y los viejos temas de conversa.
1 –
Los puentes de guadua, de muy buena contextura el material. Guadua cortada en menguante, antes de la salida del sol. Eran dos los puentes que se apoyaban en terrenos de Lamapola.
Antes de pasar un puente de estos, ¿no se le ha ocurrido a usted, mirarlo un instante y a cierta distancia? Suponemos que sí. Reveladora esa torsión para detallar su imagen de acuarela antigua. Para contemplar su construcción desolada, no obstante, las humildes plantas silvestres que lo acompañan con abnegada fidelidad. Y descubrir, que hay un no se qué atormentado en esa pasarela para ir de un tiempo a otro. Que en su echura, se hace evidente un rastro de exclusividad, para los que se van o para los que regresan después de muchos años.
En su quieto y mudo tendido, en la ternura acariciante de su barandilla, en el aire que todo lo rodea, parecen permanecer vivamente plasmadas las ansiedades y las angustias de todos los que han pasado por allí.
Uno de estos puentes, lo encontrábamos cuando, al dejar el camino que lleva al Chaquiro, nos desprendíamos unos cien metros por los potreros faldudos de Pedrito Valencia, hasta la orilla alta de Frailes. De allí, por el puente a la finca y ganábamos unos dos kilómetros de camino.
Este puente con barandilla, estaba situado arriba de un recodo lleno de historias sentimentales y rodeado de una amplia playa de verdes praderas. Allí, en el verano se encontraban con frecuencia algunos enamorados residentes en las vecindades. Era como un parque público. Discreto y seguro sitio. Frescos prados, donde el sol caía perpendicular sobre las aguas del recodo y las tornaba transparentes.
2 –
El otro puente, el de más abajo, era más grande y con barandilla doble. Del camino real del Chaquiro daba a nuestros predios. Estaba situado un poco más cerca de nuestra casa, pero, había que transitar un más largo espacio, antes de poder pisar su amplio y seguro tendido de cinco guaduas y firmes barandillas pintadas de apagado amarillo zapote.
Los puentes de guadua, nunca estuvieron exentos de su misterio y sus hechizos. El caminante, hasta allí venía pensando una cosa. Después de pasar el puente, ya pensaba otra.
Al otro lado, al cruzar victorioso por encima del riachuelo, nuestro ánimo realmente se tornaba bien distinto al ánimo que se traía por el camino pesaroso, antes de pisar los tendidos sobre la corriente bullanguera.
Cuando alguien salía de viaje corto o largo, al salvar el paso del puente, dejaba atrás el viejo y cotidiano pensar dentro de una misma rutina. Se entraba con timidez pero se entraba, a un mundo fantasioso y más dinámico con relación a la ciudad o a las perspectivas de las relaciones con la gente de otra parte.
Los soliviones del puente al pasarlo, hacían cambiar el curso del pensamiento. Se salvaban dificultades, se superaba el nudo de las dudas, se agilizaban de inmediato los hilillos de la meditación elemental en el cerebro del viajero montano. Y, con gran facilidad uno, sin saberlo, en el despegue se sentía más romántico y, a veces, hasta con un tris de amotinamiento revolucionario.
3 –
Los perros de la casa eran Pinto, Lobo y Caramelo. Pinto ya viejo, muy entendido en todo. Decían que era un perro policía. Sin ser muy corpulento ni de cuerpo elegante, siempre estaba presente en todas las faenas de la hacienda.
Por su parte, el perro Lobo era grande y era lobo. Un discreto y avezado cazador de armadillos y zariguellas.
En las noches de luna llena se sentaba en el patio a aullar con un dejo de malos augurios. En las frecuentes hondas oscuranas, también aullaba con tono más ansioso que lastimero, cuando percibía el aroma del la hembra en celo, marchosa encabezando procesión por el camino real. Como Lobo era el único cuidandero nocturno, responsable de la casa, parecía atormentarse por no poder salir a campo traviesa, para participar en el singular concurso de vivencia canina.
Lobo, fue mi única compañía por los montes que circundaban a Frailes. Mas de una vez logramos la faena de la caza del armadillo, saludable la sangre caliente para tratar no se cuántos achaques, y rica la carne como de gallina. Lobo, en su misión de perro cazador, era paciente y exacto en todos sus movimientos.
4 –
El perro Pinto pasaba por el puente de guadua a paso repicadito, pero, Lobo se lanzaba más bien al agua, para poder llegar de un lado al otro. No se sometía a los poco confiables vaivenes del tendido de muy largas guaduas un tanto flexibles. A Caramelo había que pasarlo cargado.
Alguna vez, al pasar por el puente cercano al remolino, íbamos mi alma y mi sombrero, apenas en la física compañía de Pinto. Para cruzar al otro lado, yo lo hacía primero y el perro después, porque no le gustaba la forma como se movían las guaduas cuando alguna persona acelerada, caminaba por sobre el vacilante maderamen.
En aquella ocasión se me cayó el sombrero aguadeño al agua, que era como caérseme el alma. El sombrero fue a dar al remolino, donde se quedó girando peligrosamente.
El bueno del perro Pinto, como que se dio cuenta de mi perplejidad y drama. Miró en dirección a mis ojos y a mi cabeza desprotejida, volvió la mirada hacia el remolino, donde el sombrero daba vueltas y revueltas.
Entonces, Pinto, por su propia iniciativa se lanzó al agua, nadó haciéndole inteligentes quites y rodeos al remolino, hasta alcanzar el sombrero por el ala y lo llevó a tierra firme, cuidadosamente sostenido entre sus mandíbulas. Y no me lo entregó, sino que siguió muy parsimnioso camino adelante. Al llegar a casa lo descargó en el corredor y se hechó a un lado, acesando y con la lengua afuera. No me lo quizo entregar cerca de la quebrada, quizá temeroso de que lo volviera a dejar caer al difícil remolino.
5 –
Caramelo, mi primer perro, la mascota de mi infancia, era un pincher miniatura. Y, cuando Caramelo no quiso vivir más, o simplemente la ya prolongada edad y el agobio de los años, le empezaron a apagar definitivamente los últimos circuitos de su red vital, ese día no se quiso mover de su segura y calurosa guarida, no obstante el brillo de un esquivo sol de Mayo a lo largo de esa su última jornada, espectante el entorno pero sin angustioso conteo de horas.
Por la tarde, la lluvia se vino a torrentes y se desplomó sobre el patio y el jardín, con agorera y pertinaz insistencia. Pero, nuestra sorpresa fue grande cuando, desde un lugar interior, descubrimos a Caramelo en el extremo del patio caminando despacito y en círculos concéntricos, bajo una lluvia muy copiosa, para él posiblemente inexplicable.
Giraba el pobre como un autómata ensopado, haciendo pensar a quienes lo observaban, que había perdido el sentido de la orientación. Que no lograba ubicar la dirección de su querido escondite-dormitorio, al cual cada vez estuvo más apegado, a medida que avanzaba la pelambre blanca por el croquis de su hocico y sobre la mansedumbre vegetal de su cabeza, muy semejante a una pera bien conformada.
Hablo en plural por mi, por Caramelo mismo y por la multitud de flores que contemplaron en los últimos días la extraña, pero mesurada conducta de ese ser, mi perro de muchos años, ya a la postre, como tan lejano y un poco tristón acompañante, que ahora disfrutaba el raro don de saber saborear la muerte.
6 –
Caramelo había perdido, uno a uno, casi todos los dientes, detalle que el se esmeraba por disimular, por no ser descubierto muy fácil por los criticones y comentaristas. Por esa razón, ya había dejado el acostumbrado amago de agresión cuando estaba bravo, que eran las menos de las veces, y cuando podía cómicamente amenazar emitiendo sonidos de guerra y mostrando la fila perfecta de sus incisivos, caninos y molares. Eso ocurría por allá en su ansiosa, pero nunca desorientada juventud.
Como a los doce años que equivalen a ochenta en un hombre, Caramelo empezó a perder la vista y el oído y al cabo de pocos meses ya no le quedaba intacto, sino el sentido del olfato. Ya se tropezaba con las cosas, lo que para él era muy penoso y humillante. Para llegar al patio hay dos puertas, una occidental y otra al sur. Con frecuencia husmeaba por debajo de una de estas puertas cuando sentía alguna persona que se acercaba. Y si estaba en la puerta del sur y el cristiano ese se acercaba por la puerta de occidente, “Caramelo” redoblaba casi ruidosamente su husmeo en la puerta del sur. Y uno se podía entrar por la puerta de occidente y él seguía husmeando cada vez con más insistencia a ras de suelo en la rendija baja de la puerta del sur, sin darse cuenta ni percibir por el oído y la vista que el visitante ya se había entrado al patio. Sólo que sentía su olor en crecendo, pero no acataba en qué dirección.
7 –
Desde muy joven mi perrillo Caramelo, acostumbraba entrar a la sala a saludar, cuando llegaban visitas, parientes o gente muy amiga como el profesor Balmes; o alguien de la casa que hacía horas o días que había salido como cuando yo mismo llegaba de otra parte. Para ese momento armaba un verdadero escándalo en el patio, cuando no le abrían de inmediato la puerta. Y qué saludos tan efusivos con el muñón del rabillo, los ojos, orejas y manos y hasta con beso.
Cuando la persona era de extrema confianza como el profesor Balmes y, cuando había éste tomado asiento en la sala o frente al televisor, se le encaramaba hasta la altura de las rodillas. Cuando no, se satisfacía con echarse sobre los zapatos, se contentaba con el calor y olor de los pies de sus amigos. No era, ni mucho menos, muy exigente. Con bien conocidas personas mentenía una tensa amistad, porque a veces no comprendía algunas frases que le decían con tono aparentemente desdeñoso. De todas maneras, los escuchaba con suma atención y, cuando consideraba prudente, en silencio y con mucho respeto, se regresaba a su escondite, como a meditar y a mirar de soslayo.
Cuando en la cocina empezaban a freír algo, armaba tal algazara que era necesario abrirle la puerta para que entrara, pues, consideraba que cuando estaban aderezando carne, esa era precisamente la comida para él y se estaba allí, echando ojo y sumamente atento a los movimientos de la operaria u operario, hasta que se le invitaba a su comedor en un discreto rincón del patio.
Y cuando alguien lo miraba muy atento y seguido, el se ponía en guardia un momento o se refugiaba en su escondite, porque creía que algo malo se estaba tramando contra él, un baño por ejemplo, o cualquiera otra patanada. Y cuando estaba joven y alguien tomaba su correa-cabezal, se ponía en un grado extremo de tensión y de jubilosa dicha, porque eso era señal de paseo, de una vuelta por la sementera o viaje al río.
8 –
No había lugar de la casa que no conociera. Ni objeto cambiado de sitio o artefacto nuevo que no marcara. Era su obligación, así lo consideraba, y en esto, era de un cumplimiento y exactitud impresionantes. Nadie, nunca, pudo reclamarle descuido en estos asuntos de identificación local y de geografía doméstica. Las veces que lo llevamos a la otra finca, alcanzó altos grados de nerviosismo en el viaje y de suma alegría al salir y al llegar y encontrarse allá con colegas de la prestancia, tamaño y fama de Mateo y de Katiusca. Cuando regresaba se acostaba rendido de tanto trajín y tremenda tarea de marcar mojones y linderos.
Cuando estaba joven, Caramelo mordió un poquitín a la patrona de Mota, perrilla también de tamaño breve. La mordió abajito del tobillo derecho. El, un poco triste, se estuvo como dos días recoletado, como apenado por el acto culposo o, quizá, por el tremendo regaño que le dieron delante de la señora mordida, cuando esta todavía se pasaba la mano zalamera por la parte “afectada”.
9 –
Volviendo al principio de esta historia, principio que es el fin, contábamos que Caramelo esa tarde de su vecina muerte, giraba en círculos, allá, en el extremo del patio y bajo intensa lluvia. Cuando abrí la puerta su olfato lo orientó y se vino a donde yo estaba, pasó trastabillando para el patio del lavadero y se dejó caer sobre una ropa mugrosa depositada en una cesta de altura reducida.
Yo, que en este momento me encontraba solo en dicho sector de la casa, me di cuenta que la respiración de Caramelo, era la respiración de un moribundo; tomé de inmediato una acogedora canasta de mimbre y, traje de allá de su escondite, sus cobijas y las coloqué en forma adecuada en tal recipiente. De inmediato tomé a Caramelo con delicadeza y lo coloqué en la canasta sobre esos cobijos, procurando que quedara cómodo y abrigado. Lo llevé en ella como cama hospitalaria a su escondite. Eran como las seis y media del atardecer, y llovía y el invierno arreció doloroso e intensamente toda la noche.
Como a las tantas horas, alcé el techo de su casita y lo vi tal como lo había acomodado y dejado. Pues, esa noche murió Caramelo, sin rabia y sin resentimientos con nadie. Al otro día el profesor Balmes, grande amigo suyo, cavó en el jardín una pequeña sepultura, y colocó allí su cuerpo tal como lo encontró, todo estatua, pero con gesto tranquilo y sereno como si estuviera dormido, con su pelaje limpio y seco, con las orejillas un poco echadas para adelante como cuando en su vida juguetona, se ponía a observar algún insecto u hormigulla que se le acercaba.
El profesor, haciendo que conversaba con él y, admirado de su definitivo y tranquilo talante después del último trance, lo colocó con suma parsimonia en su blando sepulcro de purita y fresca tierra, sin dejar de musitarle algunas palabras, como canturreándole y como solía hacerlo con él en vida, sobre algún asunto: sobre la amistad, el quehacer de la existencia perruna, la armonía entre todos los seres de la Creación, el equilibrio maravilloso entre la vida y la muerte, temas sobre los cuales con frecuencia estuvieron definitivamente de acuerdo, Caramelo y el profe.-
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