Pasión Creadora

CAPITULO SIETE. La escuela con perfume de gardenias.

CAPITULO SIETE

La escuela con perfume de gardenias.- Su contagiosa y sensual andadura.- El tío Carlos y su mueblacho.- Aquellos conocimientos adquiridos en casa.- El Catecismo del padre Astete.- La Citolegia de los Ospina.- La Ortografía de Marroquín.- Los gozos de las novenas.- Mi hermano y la máquina de coser de la maestra.- De cómo, ella, nos enseñaba a expresarnos con facilidad.- Maestra rural con ínfulas de maestra urbana.- La negra Cándida nuestra maestra particular en Lamapola.- La historia de nuestros nombres.- La bicicleta de José Aguilar.

1 –

Yo asistía a la escuela privada de la señorita Rosalía. La hija de Pedrito Valencia y Susana Patiño. Digo Pedrito porque era un hombre delgado, viejo y simpático. Susana tremendamente gorda, sin embargo, qué habilidad y rapidez para bajar a la quebrada a lavar ropa ajena y ropa propia a puros golpes sobre piedras planas, para volver a subir con un gran joto de ropa lavada y húmeda sobre la cabeza. Y, ¡qué gran calidad humana de todos ellos! De los Valencia Patiño.

 

A la entrada de la casa-escuela, estaban las gardenias con su cosecha de flores blancas. Su perfume, que embalsamaba el ambiente, en lugar de adormecerme un poco el alma como parece que ocurría con todos los demás alumnos, a mi me alborotaba hasta los genes del espíritu. Desde entonces, creo que me he quedado así, con languidez semejante y sensual andadura.

 

Para el segundo año elemental, llegué con mi pupitre de repulida madera e inmensa caja como para un universitario. Era, un mueblacho a manera de escritorio que me regaló el tío Carlos Marín, fabricado por él. El tío tenía indudable sensibilidad de artista y condiciones poco comunes para ese tipo de trabajos artesanales. Desde luego que en este mueble que me regaló, no estaban muy claras esas cualidades y sensibilidad que todos le reconocíamos.

 

Llegué aquel día a la escuela por primera vez. Eramos como unos doce muchachos y tres niñas. A casi todos los conocía de vista. Algunos, ya amigos míos desde cuando fueron de visita con sus padres o hermanas mayores a mi casa de Lamapola.

 

2 –

Yo ya sabía medio leer y medio escribir y un poco sobre las cuatro operaciones. Y de memoria, no se cuantas oraciones, preguntas y respuestas del Catecismo del padre Astete y buena parte de la Citolegia.

 

La Citolegia tenía formato de cartilla, especie de prieta enciclopedia como para la pionada y que enseñaba lo más elemental de todo, hasta de astronomía, teología y de política, obra de Mariano Ospina Rodríguez y de su hijo Tulio, publicada profusamente por los gobiernos de la Regeneración.

Además, me sabía hasta versos de Marroquín para aprender Ortografía. Esto nos lo había enseñado mamá, tenaz todos los santos días, rigurosamente, antes del desayuno:

Con v van aluvión, mover, aleve,
desvanecer, agravio y atavío,
maravedí, desvencijar, relieve,
aseverar, averno y desvarío...

O aquella otra cuarteta:

Con zeta se escriben azada, verguenza,
azar, despanzurra, bizcocho, azafrán,
azufre, bizarro, calzones y trenza,
coraza, lechuza, durazno, azacán...

Esto y algo más lo repetía de memoria. De todo ello me servía para decir cosas, para hacer chanzas, para hacerme el gracioso, desde luego sin saber que cosa significaban, por ejemplo, azacán o averno.

 

3 –

Y, además, guardaba frescos en mi magín y retentiva los gozos de la novena del Niño Dios. Y, hasta los tétricos vercillos de la novena de las benditas ánimas del purgatorio, que oía rezar en los velorios. Recuerdo estos:

 

Hijo ingrato que paseas

tan ricamente vestido,

y a costa de mis sudores

descansas en tanto olvido,

mira a tu padre quemando

si lo puedes remediar…etc, etc.

 

 

Y otros horrores interminables que me sabía de purita

 

memoria. Eran muchas las cosas que yo había memorizado, para

 

asombro y a veces incomodidad espiritual de la señorita

 

Rosalía.

 

 

Mi maestra que, además, era bonita aunque no muy joven, nos dictaba clases en la sala de su casa y a un conocido grupo de muchachos de la vecindad. Tres filas de a cuatro cada fila. Primero, Segundo y Tercero de primaria, decía ella.

 

Un día mi hermano José, cuando en clase de religión, recostó el butaco de su pupitre sobre un lado de la máquina de coser de la maestra, cuando ella se dio cuenta, casi le da un ataque. La pobre entró en un paroxismo, como si se le hubiera recostado un caballo sobre sus costillas. Y armó una escena tan dolorosa de llanto y reproches, que yo pensé hasta en la muerte de la maestra y la inmediata expulsión de mi hermano de aquella casa-escuela con bien barnizadita máquina de coser, entre las no pocas cosas medio misteriosas que allí aparecían.

 

4 –

Desde tal incidente, a mi hermano lo acomplejan las máquinas de coser marca Singer, de superficie brillante y sin una sola rayita y con dibujos enroscados protegidos con laca, como esa máquina virginal tan adorada por nuestra maestra.

 

A veces, yo meditaba y me interrogaba, mirando los contornos lustrosos de ese mueble, ¡Qué posibles vínculos sentimentales, muy hondos, podían existir entre esa máquina y la sensibilidad de la profesora?.

 

Nuestra maestra Rosalía era imperiosa y hasta creída. Pero, esas ínfulas no se originaban en el hecho de ser nuestra maestra, o de ser maestra, sino en la seguridad que alimentaba en el sentido de que iba a ser nombrada maestra urbana oficial en Pereira o en Santa Rosa, gracias a las influencias de sus buenos amigos los Arbeláez santarosanos y los Mejía de Pereira. Ella se sentía ya nombrada.

 

5 –

La señorita Rosalía, sabía enseñar. Eso nadie osó negarlo,  poseía algunos conocimientos útiles y fundamentales. Saberes que nos entregaba muy dosificados, pero envueltos en un palabrerío de miedo .

 

Dedicaba ella, buena parte del tiempo a averiguar con nosotros chismes de la vecindad. En consecuencia, nuestros adelantos intelectuales, eran cada vez más mezquinos e intrascendentes.

 

-Es necesario, decía la maestra, mantener buenas relaciones con los vecinos y ayudarles en algún momento difícil, si ello es posible. Por ejemplo, donde los Zuloagas parece que se casó la única hija que tenía ese matrimonio ya tan achacoso.-

Y alguien de inmediato aclaraba:

– No fue que se casó la hija, sino que se voló con el novio.

-¿Pero ya volvió?,- preguntaba la maestra, como con aire de poco interés en el asunto.

-Que va volver si fue que se voló…- insistía el alumno informante.

-Pero, donde los Mora, lo que si hay es un enfermo grave?-, preguntaba como informando la profe…

Y no faltaba quien le respodiera:

-Enfermo no, enferma, la hermana del señor Miguel, que este la encontró en la manga por la noche abrazándose con un primo que es el novio…

-Bueno, pero a Carlos Jiménez el hijo de Joaquinita, ¿ya lo trajeron del hospital?,- Preguntaba con cierto desgano la maestra, pero insistente. Y no faltaba quien le suministrara, prontamente, la verdad que ella buscaba:

-No lo han traído porque el está es herido, pues lo cogieron robando gallinas el domingo donde los Vallejo.

-Pero, los Vallejo- arguía la maestra, ¿no dizque se fueron de por aquí?

-No, aclaró otro alumno, la que se fue para Cali fue solamente la señora, que no le gustan los perros. Un día como enloquecida, preguntó al esposo y a los tres hijos:

-Bueno, ¿o se quedan con los perros o se quedan conmigo?

Y, todos al tiempo respondieron, que se quedaban con los perros. Y entonces, la señora se fue.

 

Y seguía la preguntadera. Ella explicaba a nuestros padres

que esa era una manera de enseñar a los niños a conversar, a contar historias, a expresarse con facilidad. Entonces, mi padre en vista del poco avance en conocimientos útiles por nuestra parte, y del poco rendimiento mío y de todos nosotros en el aprendizaje general, resolvió conseguirnos una maestra para que nos enseñara en nuestra propia casa.

 

5 –

Así, llegó un día a Lamapola la negra Cándida Isaza, una antioqueña sufrida y luchadora. Tenaz en los oficios, obsesiva en las tareas de enseñar. Y nos dictaba clases hasta en los días festivos. Y nos ponía ejercicios muy templados en relación con las tablas de multiplicar y la regla de tres simple. Y mi papá feliz.

 

Toda esta actividad de Cándida, la solía complementar dibujando a toda velocidad en el tablero y con tizas de distintos colores, grandes croquis de Colombia con los ríos y las cordilleras.

 

Pintaba, además, animales echados o parados. Plantas con muchas flores delicadamente ancladas en sus tiestos. Asi mismo, con suma destreza y conocimientos culinarios y, muy solitaria metida en la cocina, elaboraba platos medio raros, pero exquisitos. Mi madre decía que “el mercado ya no rendía”.

 

Cándida, nos contaba historias relacionadas con nuestros nombres. Cuando se refería al mío, mencionaba algo de los doce pares de Francia y de la Canción de Rolando. Y hablaba y hablaba sobre “Héctor, el más valiente de los troyanos”, y todo esto era fruto de conversaciones con mis padres. Sinembargo, comentaba mi madre que “Cándida, hablaba como un bendito”, por no decir, delante de nosotros, “que hablaba más de la cuenta.”

 

6 –

José Aguilar, el novio de Cándida iba a visitarla todos los domingos y fiestas de guardar. Esto, a pesar de que trabajaba en el Ferrocarril como frenero, y los trenes, quien no lo sabe, funcionan todos los días.

 

Aguilar llegaba a la casa en bicicleta. Yo estaba atento a su arribo para que me la prestara con el fin de poder aprender a montar en ella, a pedalear. Pero, como no me permitían hacer tal ejercicio en la carretera, lo tenía que hacer en el cafetal.

 

¿Quién de ustedes tiene la experiencia de haber aprendido a montar en bicicleta en una sementera-cafetal? Cuando uno no se estrella con un cafeto, se choca estrepitoso contra un platanal o contra el tronco de un árbol escondido detrás de algo. O, sencillamente, cae sobre un chamizal o rueda enrededado en las ramas de un frondoso palo de café arábigo o de una alambrada.

Un niño solo, que aprende a montar en bicicleta en un cafetal. A toda prisa, mientras el novio conversa con la novia. Joven aprendiz que debe ser muy cuidadoso para no dañar la bicicleta del novio de la maestra. Procurando no quebrarse un hueso o quebrárselo a la bicicleta. Todo ello era una faena, un espectáculo, sin duda, original.

 

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